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La levedad de un superhéroe menor
Título Original: ANT MAN Dirección: Peyton Reed Guión: E.Wright, J. Cornish, A. McKay y P.Rudd (a partir del personaje de Stan Lee, J. Kirby y L.Lieber) Intérpretes: Paul Rudd, Michael Douglas, Evangeline Lilly y Corey Stoll País: EE.UU. 2015 Duración: 117minutos ESTRENO: Julio 2015
Aunque Ant-man pertenece a la factoría Marvel y, aunque para la mayoría de sus espectadores se trata de un superhéroe de papel, sus orígenes tienen algunos precedentes ilustres tanto en el mundo literario como en el cinematográfico. Paradojas de una (in)cultura que ha mirado con suficiencia y desprecio el poder de los tebeos y su capacidad para reescribir en clave pop(ular) algunos de los fundamentos propios del poder simbólico de los mitos.
Este Ant-man que dirige Peyton Reed y que ha contado con cuatro guionistas reconocidos, además de múltiples referentes de inspiración, opta por el desenfado y el humor.
Sin esquivar el ADN propio de las criaturas engendradas por Stan Lee y Jack Kirby, personajes que arrastran un dolor íntimo, una herida que supura, el protagonista de Ant-man, Scott Lang, un ex-presidario separado y con una hija de corta edad, tan solo se enfrenta a un mal de nuestro tiempo: el desempleo. Esa falta de trabajo le lleva a robar y, en su caso, eso le situará en el interior de un traje portentoso con el que puede modificar su tamaño y decrecer hasta límites insospechados lo que hará de él, un ingeniero eléctrico, un justiciero a su pesar. Un nanohéroe conducido por un Herr doctor, Henry Pym, creador del milagroso traje. No parece descabellado deducir que Lee y Kirby, cuando decidieron crear el héroe más pequeño de todos, allá por 1962, lo hicieron con el recuerdo fresco de El increíble hombre menguante (1957) de Jack Arnold; filme inspirado a su vez en la obra de Richard Matheson.
Tampoco quedaba lejos el impacto emocional de Them!/La humanidad en peligro (1954) de Gourdon Douglas, un inolvidable filme de ciencia ficción que denunciaba los peligros de la energía atómica y su distópico poder de convertir en gigantes a un grupo de hormigas. Y por supuesto, la portentosa imaginación de Jonathan Swift no estaba ajena a este referente que, si puede alardear de muchos antecedentes, también podría exhibir la inagotable lista de películas, tebeos y novelas que siguieron sus pasos. El caso es que en pleno imperio Marvel, el principal vivero de un panorama comercial cinematográfico con síntomas de desnutrición, Ant-man, aparece como uno de los escasos divertimentos del verano.
Lo es por su falta de pretensiones, por la agilidad de un guión que sortea los tópicos con la fuerza de los diálogos y porque sublima sus escasas aportaciones gracias a la eficacia de todos los que han contribuido a su realización. Aunque la película la firma Peyton Reed, cuyo currículum abunda en películas cómicas sin especial transcendencia ni ambición, se impone la evidencia de que Ant-man es una obra de producción; un trabajo de encargo nacido para incrementar ese filón que empieza a dar síntomas de cansancio.
Ant-man es carne de Vengadores, socio de ese club de personajes empeñados en épicas descomunales que aquí se mueve entre la sonrisa y la banalidad. Parece complicado imaginar que Ant-man pueda dar solidez a una segunda entrega porque, más allá de ese proceso iniciático por el que un apurado padre sin futuro se transforma en un héroe capaz de sumergirse en el enigma de lo infinitamente pequeño, no encierra misterio alguno. Sin contenido, todo se aplica en la fuerza escópica de esas magníficas secuencias donde este héroe, capaz de conducir con la mente un ejército de hormigas, se enfrenta a la muerte. Lucha surrealista en un campo de batalla donde un inofensivo tren de juguete deviene en paradigma de lo monstruoso.
Este Ant-man que dirige Peyton Reed y que ha contado con cuatro guionistas reconocidos, además de múltiples referentes de inspiración, opta por el desenfado y el humor.
Sin esquivar el ADN propio de las criaturas engendradas por Stan Lee y Jack Kirby, personajes que arrastran un dolor íntimo, una herida que supura, el protagonista de Ant-man, Scott Lang, un ex-presidario separado y con una hija de corta edad, tan solo se enfrenta a un mal de nuestro tiempo: el desempleo. Esa falta de trabajo le lleva a robar y, en su caso, eso le situará en el interior de un traje portentoso con el que puede modificar su tamaño y decrecer hasta límites insospechados lo que hará de él, un ingeniero eléctrico, un justiciero a su pesar. Un nanohéroe conducido por un Herr doctor, Henry Pym, creador del milagroso traje. No parece descabellado deducir que Lee y Kirby, cuando decidieron crear el héroe más pequeño de todos, allá por 1962, lo hicieron con el recuerdo fresco de El increíble hombre menguante (1957) de Jack Arnold; filme inspirado a su vez en la obra de Richard Matheson.
Tampoco quedaba lejos el impacto emocional de Them!/La humanidad en peligro (1954) de Gourdon Douglas, un inolvidable filme de ciencia ficción que denunciaba los peligros de la energía atómica y su distópico poder de convertir en gigantes a un grupo de hormigas. Y por supuesto, la portentosa imaginación de Jonathan Swift no estaba ajena a este referente que, si puede alardear de muchos antecedentes, también podría exhibir la inagotable lista de películas, tebeos y novelas que siguieron sus pasos. El caso es que en pleno imperio Marvel, el principal vivero de un panorama comercial cinematográfico con síntomas de desnutrición, Ant-man, aparece como uno de los escasos divertimentos del verano.
Lo es por su falta de pretensiones, por la agilidad de un guión que sortea los tópicos con la fuerza de los diálogos y porque sublima sus escasas aportaciones gracias a la eficacia de todos los que han contribuido a su realización. Aunque la película la firma Peyton Reed, cuyo currículum abunda en películas cómicas sin especial transcendencia ni ambición, se impone la evidencia de que Ant-man es una obra de producción; un trabajo de encargo nacido para incrementar ese filón que empieza a dar síntomas de cansancio.
Ant-man es carne de Vengadores, socio de ese club de personajes empeñados en épicas descomunales que aquí se mueve entre la sonrisa y la banalidad. Parece complicado imaginar que Ant-man pueda dar solidez a una segunda entrega porque, más allá de ese proceso iniciático por el que un apurado padre sin futuro se transforma en un héroe capaz de sumergirse en el enigma de lo infinitamente pequeño, no encierra misterio alguno. Sin contenido, todo se aplica en la fuerza escópica de esas magníficas secuencias donde este héroe, capaz de conducir con la mente un ejército de hormigas, se enfrenta a la muerte. Lucha surrealista en un campo de batalla donde un inofensivo tren de juguete deviene en paradigma de lo monstruoso.