Convertida en un éxito de taquilla sin precedentes en su país de origen, Argentina, la devoción que el público le ha dedicado, las pasiones que levanta, sólo serían comparables al fenómeno que aquí desató Ocho apellidos vascos. En ambos casos se impone una evidencia: hay una irreprimible necesidad de reir. Tenemos hambre de carcajadas.

Escoger a un actor como Ben Affleck para cargarle con el peso de un relato como el de Perdida nos retrotrae a la estrategia seguida por Kubrick para su última película; Eyes Wide Shut. Affleck, como Cruise, provoca en la platea una profunda desconfianza. A ambos les pasa como a algunos jugadores de fútbol, juegan más de lo que se les reconoce y son mejores de lo que se les trata.

Así como no debe confundirse el cine indie con el cine de low cost, tampoco debe equipararse como cine de autor a todo texto fílmico en el que se hace posible reconocer a su creador. Viene esto a cuento de directores como Antoine Fuqua, un realizador del que siempre se acaba por evocar un título, Training Day (2001), y ante quien conviene pasar de puntillas por el resto de una decena de olvidables títulos.