Hace treinta años, en la Navarra ancestral, Stephen Frears rodó su tercer largometraje: The hit (La venganza). Allí había música de Roger Waters, de Eric Clapton y de Paco de Lucía. Inmediatamente después su cine cambió de sentido y en tres años filmó: Mi hermosa lavandería (1985), Ábrete de orejas y Sammy y Rosie se lo montan (1987).

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Con los Oscar de Hollywood ocurre como con las películas de James Bond y las decisiones del Partido Socialista de Navarra. Que, en cada nueva edición, se las ingenian para generar una sensación de incertidumbre sobre lo que acontecerá cuando, en realidad, siempre acaba pasando lo mismo. Y eso es lo que ha hecho la Academia americana en el Dolby Theatre de Los Angeles en la pasada madrugada del domingo al lunes. Ratificar que en Hollywood gustan mucho los cuentos, en especial los que se apiadan de los buenos.

Es probable que un sector del público, especialmente el que se mantiene opaco al uso de los ordenadores, crea que esta película no tiene ni pies ni cabeza. Que se trata de una extravagancia bizarra. Un galimatías hecho para embaucar a modernos. Lo curioso es que hace veinte años, la inmensa mayoría del público hubiera pensado eso mismo.

La sombra de lo real, por más que aquí todo sea una exagerada caricatura, acompaña desde el comienzo a los ficticios personajes de El poder del dinero del oscuro director australiano de sangre croata e italiana, Robert Luketic. Los ecos de la verdad provienen del pulso sostenido en el mundo de la ingeniería informática por Bill Gates y Steve Jobs, o si se prefiere de la guerra comercial incruenta entre Apple y Microsoft.

Hacia la mitad de Monuments men, cuando ya no hay esperanza alguna de que la película alce el vuelo, George Clooney, director y actor protagonista, hace decir a su personaje: “Además de guapo, también soy manitas”. De modo inconsciente, Clooney traspasa la ficción a la realidad para declarar así la naturaleza de su quinta película como director: una insulsa frivolidad.