Dos niñas de corta edad, tres y cuatro años, juegan delante de la cámara. Una le dice (y le repite) a la otra, “no mires”. Se refiere a la cámara; y mientras la hermana pequeña hace caso, la mayor vuelve sus ojos hacia el objetivo y al hacerlo nos interpela en un gesto que el propio Bretch hubiera (a)probado.

Aunque la reinvención de Robocop 2014 respeta incluso el nombre del policía cuyos restos sirven para (re)construir el cyborg que Robocop es, el esforzado y notable trabajo de José Padilha no puede (ni quiere) recuperar su naturaleza originaria. En ese sentido, Robocop 2014 se comporta un poco como el Old Boy de Spike Lee con respecto al de su modelo de partida; aunque hay planos y secuencias idénticas, las diferencias resultan abismales.

Cien minutos permanece Robert Redford solo ante la cámara. Cien minutos en los que J.C. Chandor trata de confirmar lo que su ópera prima, Margin Call (2011) había prometido: que alberga en su interior a un buen cineasta. Para colmar las expectativas, Chandor (se) lo pone difícil; echa mano a casi nada. Un actor, el mar y una embarcación a la deriva que hace aguas.

Como melodrama resulta excesivo, hiperbólico, descomunal. Cuando se inclina hacia el romance se disfraza de anuncio de perfumes. Cuando se abisma hacia la tragedia, amenaza obscenamente con vulnerar hasta los espacios más íntimos. Amanece como una comedia romántica de belgas que sueñan con ser cowboys y se desvanece como una radiografía de Bergman, con un desgarro de existencialismo y gritos desesperados.

Alexander Payne, buen conocedor del cine español, declaraba no hace mucho que quizá Pepe Isbert hubiera sido un actor ideal para Nebraska. También, decía, le habría gustado Fernando Fernán Gómez, aunque este último, apostillaba, quizá hubiera sido demasiado solemne. Tal vez se trató de una concesión al periodista español que le entrevistaba, pero lo que sugiere esa hipótesis es algo que se presiente tras la proyección de Nebraska.

Hay que esperar a que el filme entre en su último tercio para entender a qué se refiere el título original. Lo que el filme, dirigido por John Lee Hancock, relata es el proceso laberíntico e incluso tortuoso por el que Walt Disney consiguió (con)vencer a la escritora de Mary Poppins. O cómo el reino de Micky Mouse, llevó al cine un relato en cuyo desván habita el dolor ante una figura paterna ausente, un Edipo atravesado que convirtió a Pamela Lyndon Travers en una mujer búnker; solitaria y agria.

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Desde los tiempos del cine clásico de aventuras, el que impuso Hollywood al resto del mundo, se sabe que una película será tan grande como lo sea su villano. En el enemigo, o sea en el monstruo y su horror, se forja la valía del héroe. Así que, según este principio, los Goya 2014 carecieron de esplendor porque el malo de la película, no debería haber sido ni figurante. Para empeorar las cosas no había entre los escogidos muchas obras inolvidables, ni hubo en la noche de gala nada reseñable, salvo el aburrido desfile de vestidos largos y bostezos cortos.

Todo en esta pieza de cámara ha sido cargado por el diablo. Y todo esconde algo entre sus pliegues, entre sus intersticios. Da igual que Emmanuelle Seigner, 47 años, la mitad de ellos casada con Roman Polanski, se pasee en ropa interior y casi desnuda como la Venus de Tiziano. De hecho, esa desnudez es la que deslumbra y oculta sus verdaderas intenciones. Poco pudor para un salto mortal retórico que mezcla la ironía con lo perverso.

El tono que preside la gran estafa americana siempre aparece crispado. Las interpretaciones, en consecuencia, coquetean con el exceso, con el histrionismo. ¿La historia? La historia es puro esperpento, comedia americana, esa que entusiasma al público estadounidense pero ante la que muchos europeos se sienten incómodos por esa afectación interpretativa.