El reparto actoral denota, esquinadamente, una declaración de principios sobre las querencias de quien lo (con)forma. Los actores llevan impresa en su piel, como un palimsepsto orgánicamente vivo, reflejos de los personajes que han sido. Son lo que son más la suma de esos ecos que resuenan en su ADN curricular. Wes Anderson, tras el crédito acumulado por su orfebrería de luna y sueño titulado Moonrise Kingdom, insiste en esas superposiciones con un reparto abrumador. Ninguno de sus intérpretes pertenece al territorio de lo blando.

Desde el plano de apertura, Neil Jordan subraya su intención de hacer un filme personal, una película de autor a partir del más libre de todos los géneros: el fantástico. Y dentro de él, Jordan regresa a un territorio hollado por él mismo: el que reescribe uno de los pocos mitos de la modernidad: el vampirismo. Jordan, que ahora ocupa un lugar periférico en el mercado de valores del cine actual, empieza con la palabra The End.

No hay director español cuyas películas hayan convocado tantos espectadores como Jaume Collet-Serra. Cuando debutó con La casa de cera (2005), lo hizo a lo grande con un filme pequeño. No es fácil empezar a dirigir y que Paris Hilton sea una de las actrices dispuestas a ser víctima del sadismo de un guión repleto de violencia extrema y mal rollo.

Afirma Claire Denis que en el comienzo de este proyecto, en su núcleo más profundo, estuvo Akira Kurosawa. Exactamente el Kurosawa del cine negro, el de Los canallas duermen en paz (1960). No se trata de una de las grandes obras del autor de Rashomon (1950) pero sí habita(ba) en ella, la vertiente más oscura y menos frecuentada del más internacional de los cineastas japoneses.

Aunque la batuta de la dirección recae en Emilio Martínez Lázaro -un veterano realizador madrileño-, la partitura ha sido co-escrita por Borja Cobeaga. De hecho todo en esta desopilante comedia reclama su firma. La lucha de sexos entre un señorito andaluz de gomina en pelo y Virgen en vena, enfrentado a una neska guerrera, de flequillo perfilado y cabreada con su aita, funciona bien.

Entre Dallas Buyers Club y El lobo de Wall Street hay extraordinarias coincidencias. Ambas crecen sobre relatos extraídos de eso que algunos productos cinematográficos denominan realidad. Ambos emanan de los restos de un pasado reciente en donde se vislumbran las miserias del presente.

Casi nadie contaba con ella pero cuando el jurado del Zinemaldia la escogió como la mejor película de la edición de 2013, más de uno reconsideró la escasa atención que se le había prestado. De aspecto humilde, vocación pedagógica y voluntad reivindicativa, Pelo Malo crece sobre dos naturalezas muy diferentes.

Sin Marine Vacth cuesta trabajo imaginar cómo hubiera sido este filme. Y es que, más allá de los méritos indudables de un entonado François Ozon al que volveremos al final de este artículo, esta modelo reconvertida en actriz, sublima la insipidez de su título. Título, subrayémoslo, perezoso y convencional.