El próximo 14 de junio, Steve Ditko cumplirá 87 años. Vive como una sombra en un apartamento de Manhattan. Recibe pocas visitas y casi nadie le reconocería si se lo cruzasen por una de las calles altas de Nueva York. A él, eso no le preocupa. Él dibuja, dibuja sin parar. Se autoproduce un fanzine de corta tirada que vende a precio de saldo sólo en algunas librerías especializadas.
Si borramos de golpe la aportación al cine de los actores del reparto de este filme, desaparecería un puñado de significativas películas europeas. El mundo perdería algunos de sus mejores textos fílmicos. Dicho de otra manera, Bille August ha llamado para esta aventura a algunos de los más emblemáticos actores del cine europeo. En vano, Porque desde el primer minuto de su metraje, Tren de noche a Lisboa muestra sin rubor su vocación de europudding, término manchado por ambiciones de dinero fácil y avaricia de taquilla.
El 21 de enero de 1998, Yoshifumi Kondo, el hombre llamado a tomar el relevo a los dos grandes generales del estudio Ghibli, Isao Takahata y Hayao Miyazaki, falleció repentinamente víctima de un aneurisma provocado, al parecer, por un exceso de trabajo. Tenía 47 años y, después de haber sido uno de los puntales de los mejores éxitos de la factoría Ghibli, acababa de dirigir una de sus más bellas películas: Susurros del corazón (1995).
En Teherán, la figura hegemónica, se llama Abbas Kiarostami, probablemente el último gran cineasta surgido en el ocaso del siglo XX. Su sombra es tan poderosa que durante dos décadas todo el cine iraní parecía estar hecho a su imagen y semejanza; cine de silencios y cadencias, de gestos hondos y significados largos; de realismo engañoso devenido en materia alegórica. Pero la evidencia era (y sigue siendo) que, aunque hay una buena relación de autores iraníes, algunos amordazados y casi todos bajo sospecha a ojos de un gobierno autoritario, Kiarostami ocupa un lugar en el que no admite comparación ni compañía.
En el extremo opuesto al cine de autor, ese que Francia ha impuesto a medio mundo, se sitúa, también en territorio galo, otro cine de vocación populista y ninguna pretensión artística. Pertenece a la industria cinematográfica que se debe a la avaricia de taquilla, a la llamada del pelotazo. El camino habitual está asfaltado por comedia de trazo tosco y risa tonta. En ese reino, no hay ensayos ni reflexiones; no hay búsquedas ni rigor.
Como en las mejores comedias y proverbios de Eric Rohmer, hay tanto destello de autenticidad, tanto sudor real en la conformación de los protagonistas de Frances Ha que, aunque la mayoría de quienes se enfrenten a esta película no encontrará posibilidad alguna de simpatizar con sus personajes, no podrán evitar percibir que Noah Baumbach sabe ahondar en la esencialidad del contexto dibujado. Dicho de otro modo, y esto es una rara virtud en tiempo de tanto cretinismo, sabe de lo que habla y habla con conocimiento.
Darren Aronofsky no es un cineasta acomodaticio, ni acomodado. Desde su primer largometraje, Pi (1998), una pesadilla matemática en la que se (con)fundían la cábala judía con el tiempo de la informática y la revolución de lo binario, se hizo evidente que para Aronofsky todo era cuestión de número y sentido. Todo era territorio imposible donde se abrazaban la razón y el misterio.
Rastrear sus raíces, excavar en el pozo del olvido y recuperar la memoria histórica (e histérica) de la Camboya de su infancia y juventud, la de los 70, es lo que Rithy Panh lleva haciendo toda su vida. Para presentar este filme, este singular y valioso cineasta escribió “Desde hace años, busco una imagen: una fotografía tomada entre 1975 y 1979 en Camboya por los Jemeres Rojos. Una sola imagen no sirve como prueba de un genocidio, pero invita a la reflexión, permite reconstruir la historia. La he buscado en vano en los archivos y por todas partes”.
Cine de geometría y ritual, de ensimismamiento y sutileza, de rigor formal y ambición autoral, El desconocido del lago pregunta mucho y aclara poco. Por ejemplo, no se sabe ni a quién se refiere su título. Con precisión de orfebre, Alain Guiraudie ha escrito un guión que se empecina en abrir cada nueva secuencia con el mismo plano. Una visión elevada del claro de un bosque, un aparcamiento silvestre en el que, día tras día, aparcan sus coches hombres solos en busca de sexo. Presentada en el mismo festival de Cannes donde arrasó La vida de Adèle de Abdellatif Kechiche, la explicitud sexual de ambos títulos, mujeres en uno, hombres en otro, les asemeja.
Estas “Crónicas” son más políticas que diplomáticas; más socarronas que realistas, más carne de divertimento corrosivo que testimonio comprometido y comprometedor. Al menos en apariencia. Con ellas regresa, nunca se había ido, un peso pesado del cine francés: Bertrand Tavernier. Tavernier, conviene recordarlo, es un francotirador en un país de ismos y familias. Allí donde otros conformaron grupos y clanes, Tavernier siempre fue un descolgado, un corredor solitario en una tierra de nadie.