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Las estrellas dominan Hollywood
Con los Oscar de Hollywood ocurre como con las películas de James Bond y las decisiones del Partido Socialista de Navarra. Que, en cada nueva edición, se las ingenian para generar una sensación de incertidumbre sobre lo que acontecerá cuando, en realidad, siempre acaba pasando lo mismo. Y eso es lo que ha hecho la Academia americana en el Dolby Theatre de Los Angeles en la pasada madrugada del domingo al lunes. Ratificar que en Hollywood gustan mucho los cuentos, en especial los que se apiadan de los buenos.
Veinte años después del éxito de Jurassic Park; Gravity, una amable e inteligente incursión en el mundo del 3D y los efectos especiales, se ve distinguida como la película más premiada del año. Con Sandra Bullock en el fondo de la pista prestando su imagen para reforzar la comercialización y con George Clooney como un antagonista fantasmal, Gravity despliega sus mejores virtudes en el terreno de la recreación pseudo-documental. No hay apenas proceso dramático, todo es ingravidez y espejismo anclado a un argumento minimalista en el que sobrevuelan efluvios new age y la buena mano de un cineasta mexicano que equilibra con autoridad la estructura de lo que en el siglo XXI se entiende como cine espectáculo. A su lado, distinguida especialmente como la mejor película del año, una crónica oportunamente reivindicativa de la negritud en un país con presidente negro. También lo es el cineasta que firma el título, Steve McQueen, un artista plástico que rubrica una hazaña insólita: conseguir en tres películas transformarse del narrador transgresor e inquietante que era, en aquello que Spielberg fue una vez y que ahora, pese a sus intentos, no logra.
12 años de esclavitud, una crónica ambientada en parecido tiempo y lugar en el que obras como Lincoln y Django Desencadenado excavaron con diferentes intenciones, logros y actitudes, ofrece algunas secuencias poderosas junto a concesiones injustificables. Si en Gravity, Sandra Bullock movió las piezas del engranaje económico, en 12 años de esclavitud, Brad Pitt hizo lo mismo. Dicho de otro modo, en Hollywood renace un star system pero, a diferencia de lo que acontecía en los años 30 y 40, las nuevas estrellas ya no son esclavas del primero plano. Ahora manejan las riendas del poder y del dinero. Y es que, si bien es cierto que lo fundamental permanece inmutable, actos como la entrega del Oscar permiten leer entre líneas y atisbar en sus pequeños y más leves gestos, hacia dónde se dirige el circo del mundo.
Sin perderse en meandros irrelevantes, como esa pedrea de galardones menores de la que el cortometraje español se fue de vacío, la nota predominante reside en constatar que sorpresas cada vez hay menos, así que, especialmente en los premios a los mejores intérpretes, se cumplieron todos los pronósticos.
Una película sobre lo mal que se hizo en el comienzo de la guerra contra el SIDA, Dallas Buyers Club, y un filme sobre el sufrimiento histérico de señoras de corruptos en apuros, Blue Jasmine, fueron las otras dos películas más señaladas por el Oscar. De la primera, desgarradora en su inicio, demasiado made in Hollywood en su desenlace, hablaremos cuando se estrene entre nosotros. Baste decir que con ella, su premiado protagonista, Matthew McConaughey, ha conseguido lo que quería, ser más que un rostro atractivo. De la segunda, decir que no es sino un sólido y eficaz Woody Allen que saca un extraordinario partido de la encarnación que Cate Blanchett hace a una de esas damas de alta ambición y baja sensibilidad de las que aquí tenemos incluso Infantas, pero a las que ningún cineasta español decide retratar en el apogeo de sus dolores y sus apuros.
La cuestión vuelve a ser la misma: ¿qué permanecerá en el futuro? ¿lo que es o lo que pudo haber sido? O sea, ¿las películas premiadas o algunas de aquellas otras de las que el Oscar se ha olvidado?