Nuestra puntuación
La culpa de la mayoría silenciosa
Título Original: PHOENIX Dirección: Christian Petzold Guión Christian Petzold y Harun Farocki (Novela: Hubert Monteilhet) Intérpretes: Nina Hoss, Ronald Zehrfeld, Uwe Preuss País: Alemania. 2014 Duración: 110 minutos ESTRENO: Junio 2015
Saber que Harun Farocki coescribió este guión poco antes de su inesperada muerte, predispone a entregarse a él con el respeto que sólo se le debe a los más grandes. Tan grande que Harun Farocki permanece todavía casi inédito para el público español. Su cine transita por ese mundo invisible al que pertenecen gentes como Jean Mari Straub y Alexander Krueger. Un coto cerrado al que también acuden, un poco más (re)conocidos, gentes como Marker y Godard.
Farocki murió con 70 años, 45 días antes de que Phoenix, su obra póstuma fuera estrenada para el mundo en el contexto del festival de San Sebastián. Y resulta paradójico que, quien fuera la voz airada que se enfrentó en su juventud a la hegemonía del Nuevo cine alemán, se despidiera con un relato que habla sobre las manos limpias y conciencia sucia. Una cortante radiografía sobre aquellos que (co)habitaron con Hitler como lo hace poesía que maldecía Gabriel Celaya: aquella que no toma partido ni se mancha.
Por si eso no era suficiente, Phoenix viene con la garantía de que ha sido dirigida por Christian Petzold, un director alemán como Farocki. Solo que Petzold no había cumplido los diez años cuando Farocki enseñaba los colmillos a la guerra sucia norteamericana hecha de Napalm y miseria. En su caso, Petzold alcanzó un sustancioso crédito con su filme anterior, Barbara, una película de expresión mínima y expresividad máxima que conjuraba el miedo y la incertidumbre de la mitad de Alemania, la que habitaba en la órbita filosoviética. Eso era un aval excelente. Si además, se nos avisa, de que en Phoenix el peso decisivo recae en Nina Hoss, excelente actriz de extraña belleza, no cabe duda: estamos ante una de las grandes películas del año.
¿Lo es? Decididamente no.
Y no lo es pese a contar una enorme historia, una epopeya terrible que hace microcirugía en el cuerpo enfermo de la Alemania que despertó tras la ignominiosa y larga noche nazi. Muchos de aquellos supervivientes venían de una pesadilla y ese nuevo mundo, el que luego daría lugar al “milagro alemán”, surgía sobre demasiada sangre, sobre un Leviatán de mártires condenados por la delación el silencio y la cobardía.
Desentrañar qué parte del guión pertenece a Farocki y cuál a Petzold representa un esfuerzo inasumible y de resultado incierto. Lo que no admite mucha discusión es la errática opción que Petzold asume en Phoenix. Lejos del intimismo y austeridad mostrado en Barbara, Petzold sube su apuesta con gula de éxito y no se conforma con atender (para entender) al horror que su relato lleva implícito. Desde el mismo arranque, Phoenix, la historia de un renacimiento, se llena de ecos ilustres y de guiños poco pudorosos. Así Petzold se roza con el Hitchcock de Vértigo e incluso con el Franjú de Los ojos sin rostro en su fantasmática puesta en escena. Lo que no era malo se convierte en incómodamente innecesario ante la carga de profundidad de su argumento. En su coda final, excelente juicio sumarísimo, se evidencia que Phoenix no precisaba de ornamentos ni arabescos.
Pero Petzold, quizá para distanciarse de la gélida geometría de Barbara, opta por lo folletinesco. La reconstrucción del rostro y el regreso de su protagonista al mundo de los vivos resulta artificial. Su puesta en escena, en algún momento, recupera los peores tics del teatro filmado. Sin embargo, la fuerza seminal con la que fue alumbrado y la transcendencia del tema mantienen a flote con dignidad lo que, de otra manera, hubiese naufragado por completo.
Farocki murió con 70 años, 45 días antes de que Phoenix, su obra póstuma fuera estrenada para el mundo en el contexto del festival de San Sebastián. Y resulta paradójico que, quien fuera la voz airada que se enfrentó en su juventud a la hegemonía del Nuevo cine alemán, se despidiera con un relato que habla sobre las manos limpias y conciencia sucia. Una cortante radiografía sobre aquellos que (co)habitaron con Hitler como lo hace poesía que maldecía Gabriel Celaya: aquella que no toma partido ni se mancha.
Por si eso no era suficiente, Phoenix viene con la garantía de que ha sido dirigida por Christian Petzold, un director alemán como Farocki. Solo que Petzold no había cumplido los diez años cuando Farocki enseñaba los colmillos a la guerra sucia norteamericana hecha de Napalm y miseria. En su caso, Petzold alcanzó un sustancioso crédito con su filme anterior, Barbara, una película de expresión mínima y expresividad máxima que conjuraba el miedo y la incertidumbre de la mitad de Alemania, la que habitaba en la órbita filosoviética. Eso era un aval excelente. Si además, se nos avisa, de que en Phoenix el peso decisivo recae en Nina Hoss, excelente actriz de extraña belleza, no cabe duda: estamos ante una de las grandes películas del año.
¿Lo es? Decididamente no.
Y no lo es pese a contar una enorme historia, una epopeya terrible que hace microcirugía en el cuerpo enfermo de la Alemania que despertó tras la ignominiosa y larga noche nazi. Muchos de aquellos supervivientes venían de una pesadilla y ese nuevo mundo, el que luego daría lugar al “milagro alemán”, surgía sobre demasiada sangre, sobre un Leviatán de mártires condenados por la delación el silencio y la cobardía.
Desentrañar qué parte del guión pertenece a Farocki y cuál a Petzold representa un esfuerzo inasumible y de resultado incierto. Lo que no admite mucha discusión es la errática opción que Petzold asume en Phoenix. Lejos del intimismo y austeridad mostrado en Barbara, Petzold sube su apuesta con gula de éxito y no se conforma con atender (para entender) al horror que su relato lleva implícito. Desde el mismo arranque, Phoenix, la historia de un renacimiento, se llena de ecos ilustres y de guiños poco pudorosos. Así Petzold se roza con el Hitchcock de Vértigo e incluso con el Franjú de Los ojos sin rostro en su fantasmática puesta en escena. Lo que no era malo se convierte en incómodamente innecesario ante la carga de profundidad de su argumento. En su coda final, excelente juicio sumarísimo, se evidencia que Phoenix no precisaba de ornamentos ni arabescos.
Pero Petzold, quizá para distanciarse de la gélida geometría de Barbara, opta por lo folletinesco. La reconstrucción del rostro y el regreso de su protagonista al mundo de los vivos resulta artificial. Su puesta en escena, en algún momento, recupera los peores tics del teatro filmado. Sin embargo, la fuerza seminal con la que fue alumbrado y la transcendencia del tema mantienen a flote con dignidad lo que, de otra manera, hubiese naufragado por completo.