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Perros humanizados, personas deshumanizadas
Título Original: FEHÉR ISTEN Dirección: Kornél Mundruczó Guión: Kata Wéber, K. Mundruczó y Viktória Petrónyi Intérpretes: Zsófia Psotta, Sándor Zsótér, Szabolcs Thuróczy, Lili Monori y Károly Ascher País: Hungría. 2014 Duración: 121 minutos ESTRENO: Junio 2015
Hay ideas, imágenes, cuya fortaleza seminal construye películas por sí misma. Su peso es tal, su poso resulta tan hondo, tan rebosante de nutrientes, que el argumento fluye como encaje de orfebrería retórica aplicada con guión de alto oficio. Eso pasa con White God, una fábula distópica que no disfraza ni disimula su voluntad alegórica contra las barreras sociales que levanta el juego capitalista, ese que divide a los hombres en privilegiados y desterrados.
Ubicado en Budapest, el film del director húngaro Kornél Mundruczó, podría ocurrir en cualquier ciudad occidental del estado del bienestar y un estar del malvivir. Y lo hace como un cuento neogótico de tics contemporáneos dedicado al también cineasta húngaro Milos Jancsó, fallecido justo en plena fase de producción de White God. En realidad la mayor parte de su obra (cinco largometrajes en doce años) se ha movido en una cartografía de espacios poco convencionales, con personajes periféricos y situaciones extremas. Aquí, presidido por una frase de Rilke que habla sobre la necesidad de conjurar el terror con el amor, Mundruczó desgrana la historia de una adolescente, hija de padres separados, que toca la trompeta en una orquesta juvenil y solo posee a su perro Hagen.
La normativa vigente condena a los perros callejeros sin pedigrí a ser carne de perrera, antesala de la muerte, salvo que sus propietarios asuman el pago de unos altos impuestos. El padre de Lilí, un profesor que trabaja en un matadero certificando la calidad de la carne, resentido con su ex-mujer y con dificultades para entender a su hija en plena turbulencia hormonal, decide quitar a Hagen de en medio. Así se inicia un periplo, un relato iniciático que Hagen y Lilí, cada uno por su lado, tejerán hasta culminar en la impactante imagen final de ¿reconciliación?
Mundruczó teje un tono dickensiano transitado por personajes enfurruñados, un mundo adulto de soledad, frustración y desesperanza hacia el que Lilí se abisma sin remedio. El único afecto que recibe viene de su perro Hagen. En todo caso, encuentra un cómplice pasivo entre sus compañeros de orquesta que se afanan en ejecutar la Rapsodia húngara nº2 de Lizst, la misma que sirvió para un capítulo de Tom y Jerry y la misma que se escucha en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? durante el duro enfrentamiento entre el Pato Lucas y el Pato Donald. También a esa Rapsodia húngara dedicó el citado Jancsó un filme que abría una trilogía que quedó inconclusa para siempre. ¿Casualidad? No lo parece. El propio Mundruczó introduce un fragmento del Jerry de Tex Avery al tiempo que busca un contrapunto en el Wagner de Tannhäuser para recordar que de lo que habla su película es del amor, o sea, del desamor.
Con un tono épico, al estilo de Colmillo blanco de Jack London, hay un perro protagonista; un entorno hostil y una encrucijada que Mundruczó ilustra digiriendo buena parte del cine contemporáneo. Hay un chirriante punto de tangencia entre el hacer de los hermanos Dardenne y la utopía malherida de White Zombie (1932) de Víctor Halperin al que, en algún modo, alude su título. También se producen interferencias con El planeta de los simios, Los pájaros y ¿por qué no? Al azar de Baltasar. De todos ellos se reciben matices. Con todos ellos, Mundruczó afila su película. Un relato de desamparo y búsqueda, pura narrativa juvenil sobre la incertidumbre de la adolescencia en un mundo percibido como hostil, desaprensivo y cruel. Una pesadilla que comienza con una secuencia inolvidable y se cierra con un plano antológico.
Ubicado en Budapest, el film del director húngaro Kornél Mundruczó, podría ocurrir en cualquier ciudad occidental del estado del bienestar y un estar del malvivir. Y lo hace como un cuento neogótico de tics contemporáneos dedicado al también cineasta húngaro Milos Jancsó, fallecido justo en plena fase de producción de White God. En realidad la mayor parte de su obra (cinco largometrajes en doce años) se ha movido en una cartografía de espacios poco convencionales, con personajes periféricos y situaciones extremas. Aquí, presidido por una frase de Rilke que habla sobre la necesidad de conjurar el terror con el amor, Mundruczó desgrana la historia de una adolescente, hija de padres separados, que toca la trompeta en una orquesta juvenil y solo posee a su perro Hagen.
La normativa vigente condena a los perros callejeros sin pedigrí a ser carne de perrera, antesala de la muerte, salvo que sus propietarios asuman el pago de unos altos impuestos. El padre de Lilí, un profesor que trabaja en un matadero certificando la calidad de la carne, resentido con su ex-mujer y con dificultades para entender a su hija en plena turbulencia hormonal, decide quitar a Hagen de en medio. Así se inicia un periplo, un relato iniciático que Hagen y Lilí, cada uno por su lado, tejerán hasta culminar en la impactante imagen final de ¿reconciliación?
Mundruczó teje un tono dickensiano transitado por personajes enfurruñados, un mundo adulto de soledad, frustración y desesperanza hacia el que Lilí se abisma sin remedio. El único afecto que recibe viene de su perro Hagen. En todo caso, encuentra un cómplice pasivo entre sus compañeros de orquesta que se afanan en ejecutar la Rapsodia húngara nº2 de Lizst, la misma que sirvió para un capítulo de Tom y Jerry y la misma que se escucha en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? durante el duro enfrentamiento entre el Pato Lucas y el Pato Donald. También a esa Rapsodia húngara dedicó el citado Jancsó un filme que abría una trilogía que quedó inconclusa para siempre. ¿Casualidad? No lo parece. El propio Mundruczó introduce un fragmento del Jerry de Tex Avery al tiempo que busca un contrapunto en el Wagner de Tannhäuser para recordar que de lo que habla su película es del amor, o sea, del desamor.
Con un tono épico, al estilo de Colmillo blanco de Jack London, hay un perro protagonista; un entorno hostil y una encrucijada que Mundruczó ilustra digiriendo buena parte del cine contemporáneo. Hay un chirriante punto de tangencia entre el hacer de los hermanos Dardenne y la utopía malherida de White Zombie (1932) de Víctor Halperin al que, en algún modo, alude su título. También se producen interferencias con El planeta de los simios, Los pájaros y ¿por qué no? Al azar de Baltasar. De todos ellos se reciben matices. Con todos ellos, Mundruczó afila su película. Un relato de desamparo y búsqueda, pura narrativa juvenil sobre la incertidumbre de la adolescencia en un mundo percibido como hostil, desaprensivo y cruel. Una pesadilla que comienza con una secuencia inolvidable y se cierra con un plano antológico.