De haberlo vivido, Stefan Zweig no lo hubiera dudado. Steven Jobs habría tenido un capítulo propio dentro de su imprescindible relato titulado Momentos estelares de la humanidad. Sin duda la contribución de Jobs a Apple habría alumbrado una espléndida decimoquinta miniatura histórica para el libro de Zweig. Para quien no haya leído la citada obra, digamos que el escritor austríaco trató de reseñar en ella esos hechos decisivos para el avance de la humanidad que ningunea la Historia oficial. Muchas veces por falta de información.
Justin Kurzel arranca su reescritura de Macbeth con la presencia blanca del funeral de un niño. Hora y media después la clausura en rojo para realzar el baño de sangre que provoca la ambición cuando se abraza a la locura. Todo ha sido coreografiado en grado extremo. Todo está fotografiado como si fuera un anuncio de la Champion League.
A veces surgen ententes de éxito entre un director y un actor. Ejemplos los hay a patadas y si nos ponemos estupendos, diríamos que Mario Casas es a Fernando González Molina lo que fue Robert de Niro a Martin Scorsese. ¡Ay, qué risa! Pues no se rían demasiado, porque Fernando González Molina es el profesional formado y forjado por la Universidad de Navarra que más taquilla ha conseguido en toda la historia.
Star Wars, más que una serie de películas, es una devoción con reminiscencias religiosas. Una enfermedad que arrebata el juicio a quien la sufre y le lleva a considerar todo lo que tiene que ver con ella como algo sagrado, supremo, irrefutable. Sus feligreses levantan altares en sus casas, llenan sus hogares con reliquias y celebran exaltaciones, encuentros en los que, al igual que hacen los integrantes de las cofradías católicas, se disfrazan al uso de sus personajes.
De no ser porque la presencia de Richard Gere domina todos y cada uno de los 120 minutos de su metraje, costaría trabajo identificar la nacionalidad de esta película que transcurre en Nueva York. Dirige y escribe Oren Moverman; un semidesconocido con un buen historial. Como director y guionista ha firmado The Messenger (2009) y Rampart (2011). Dos filmes tan interesantes como poco conocidos.
La relación de hechos que ilustra el filme de Sarah Gavron, Sufragistas, provoca estupor e incomodidad. Cuesta trabajo aceptar que hace cien años la condición social y política de la mujer fuera la que la película (de)muestra. Ambientada en la Inglaterra del siglo pasado, en plena campaña feminista para conseguir el derecho al voto universal, Sarah Gavron recrea con devoción y militancia un tiempo histórico sobre el que despliega un proceso de identificación.
A partir de un breve relato de David Constantine, un texto corto de alcance largo, Andrew Haigh construye un filme que disecciona algunas cuestiones complejas del siempre resbaladizo territorio de las relaciones afectivas. No ha sido casualidad que a 45 años le lluevan nominaciones y premios. No es gratuito que allá por donde pasa, recolecte elogiosos comentarios y abra encendidos debates.
Si en lugar de firmar con su nombre, Matteo Garrone se hubiera escondido detrás de un pseudónimo, resultaría difícil llegar a la conclusión de que El cuento de los cuentos ha sido movido por las mismas manos que dirigieron Gomorra (2008) y Reality (2012). Eso si se atiende solo a las referencias formales, a lo evidente.
La rudeza de sus fundamentos no admite duda alguna. Krampus no busca ningún lugar de honor en el reino del cine de gafapasta y sobreentendidos. Aquí no hay ensimismamiento que valga. Es cine de barrio, pero no del que se emite en horario familiar sino del que se descubre hurgando por internet o en las estanterías de los últimos videoclubs que todavía no se han arruinado.
Cada varios minutos, Langosta, una montaña rusa tan inclasificable como notable, imprime un nuevo giro a su guión. La última película de Yorgos Lanthimos (como las anteriores), no tiene nada que ver con el cine prefabricado. Su naturaleza se sabe radical, opuesta a esos relatos fílmicos previsibles y edulcorados que masajean la pereza del espectador a fuerza de obsequiarle con caramelos inofensivos. En nada se parece el cine de Yorgos Lanthimos a esos puzzles infantiles ideados para adular la torpeza del público y disfrazar su simpleza.