Lo banal y lo anodino
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Título Original: THE FOOD GHIDE TO LOVE Dirección: Dominic Harari y Teresa de Pelegri Guión: Dominic Harari, Teresa de Pelegri y Eugene O’Brien Intérpretes: Richard Coyle, Leonor Watling, Ginés García Millán y Simon Delaney Nacionalidad: España, Irlanda y Francia. 2013 Duración: 91 minutos ESTRENO: Mayo 2014

Lo banal, o sea lo trivial y común no debe confundirse con lo anodino. Lo anodino es sinónimo de lo insignificante, lo ineficaz y lo insustancial. De lo banal sabía mucho Oscar Wilde, un genio de la sutileza y el humor. De lo anodino sabe casi todo esta película imposible que echa mano de ese subgénero que es la comedia romántica abrochada a la subtrama de lo grastronómico. Así como cuesta trabajo recordar malas películas en las que el boxeo se convierte en su telón de fondo, creo que son muy pocas las obras que merecen la pena si su historia gira en torno a los placeres de la mesa. La grande bouffe (1973) de Marco Ferreri sería una excepción, porque a estas alturas, incluso aquellas que nos parecieron originales y notables, han perdido su interés con el paso del tiempo.
Teresa de Pelegrí y Dominic Harari, fogueados como equipo en varios cortos y coguionistas junto a Joaquín Oristrell de obras como Novios (1999), Sin vergüenza (2001) e Inconscientes (2003) firman esta historia inverosímil entre un irlandés amante de la buena mesa y una española que se debate entre el arte de Goya y la hambruna en el Congo.
Aquí, en algún lugar imposible, se cruzan dos frases de Oscar Wilde. Una decía: “Entre un hombre y una mujer no hay amistad posible. Hay amor, odio, pasión, pero no amistad”. La otra: “los hijos empiezan por amar a sus padres; pasado algún tiempo, los juzgan; rara vez los perdonan”; así crece este guión que habla de la relación entre hombres y mujeres y entre padres e hijos. Padres, madres y mujeres son tratados no con la sagacidad que hace de lo superficial algo hondo, sino con la insustancialidad de quien habla de los grandes afectos sin capacidad para mover y conmover. Entre Richard Coyle y Leonor Watling no surgen chispas de pasión sino, en todo caso, pequeños roces de profesionalidad. Watling se maneja bien en las escenas íntimas y Coyle se limita a permanecer a su lado en el trasfondo de una colección de tópicos y lugares comunes que tan solo en algunas secuencias aisladas logra entretener.
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