Cantet, director y guionista de Foxfire, se mueve en esa línea de penumbra que nos recuerda que el error y la lucidez, o el deber y el poder, poco o nada tienen que ver con esos apriorísticos morales que dividen el mundo entre el bien y el mal. Así lo hizo hace 15 años cuando estrenó su magnífica ópera prima: Recursos humanos.
Creada para publicitar Edimburgo y dirigida para exaltar el sentimiento patriótico escocés, este musical de poco brillo, mucho dulce y escaso interés solo tiene una utilidad. Hacer parecer mejores lo que apenas eran mediocres destellos del agónico género musical.
Comparada con Un franco catorce pesetas, ciertamente la similitud temática entre ambas películas resulta indiscutible. En el filme de Carlos Iglesias, se mostraban las vicisitudes de una generación de españoles que tuvo que emigrar a Suiza en los años sesenta; en el filme de Ruben Alves se ahonda en la encrucijada de una familia portuguesa que, tras treinta años de trabajo en París, se cuestiona regresar a su país de origen.
Zarandeada por buena parte de la crítica norteamericana, Transcendence forma parte de esa legión de títulos nacidos para fracasar de manera inmediata y estrepitosa. Náufragos a los que el tiempo termina por rescatar.
Cuando el filme se despide, Amini dedica un guiño-recuerdo a dos cineastas de notable peso específico: Anthony Minghella y Sydney Pollack. Lo mismo hizo la actriz Kate Winslet cuando fue nominada para el Oscar por su papel en El lector. Y es que ambos, fallecidos casi al mismo tiempo, formaron un buen equipo cuyos proyectos inconclusos poco a poco van aflorando.
La mayor virtud de Violette, en cuanto película, consiste en estimular el apetito por las obras literarias de los personajes/protagonistas que deambulan por sus intersticios. A esta Violette de amarga frustración y de insoportable talante que, en vida, estuvo rodeada de titanes como Simone de Beauvoir, Jean Genet y Marcel Camus, le redime un misterio que su realizador no logra desentrañar.
La presencia andrógina de Tilda Swinton y el hieratismo interpretativo de Tom Hiddleston conducen con fascinante solemnidad esta visión distópica del jardín de las delicias. En él, llamar a sus personajes Adán y Eva no es tanto una concesión a lo obvio como un subrayado a la condición humana y a su anhelo de permanencia eterna.
En una breve secuencia, cuando la película ya ha mostrado su verdadera razón de ser, un Dickens adúltero discute con su joven amante, a la que le pasa 30 años, en las escaleras del exterior de la vivienda de ésta. Ella ya sabe que su destino será la invisibilidad al servicio del inmenso talento del autor de Historia de dos ciudades.
Cuando Bryan Singer cogió las riendas de la adaptación cinematográfica de X-men, lo hizo con una declaración de principios: en su acervo cultural, la Marvel era una palabra sagrada y en su relación con los héroes de papel, no habría condescendencia. O sea, Singer hacía como había hecho Sam Raimi, como hizo Tim Burton y como haría Christopher Nolan.
La acción nos la ubica su directora y guionista en el año 1996. Pero las causas de la situación que trata Todos están muertos tuvieron lugar algunos años antes, en el marco de lo que no cuesta trabajo asociar a la llamada “movida madrileña”. En los años de aquella explosión de pop cañí, voracidad sexual y delirio psicodélico, Beatriz Sanchís, valenciana de nacimiento, era una niña.