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Las infranqueables normas de la comunidad judía
Título Original: FADING GIGOLO Dirección y guión: John Turturro Intérpretes: John Turturro, Woody Allen, Vanessa Paradis, Liev Schreiber, Sharon Stone y Sofía Vergara Nacionalidad: EE.UU. y Francia. 2013 Duración: 90 minutos ESTRENO: Mayo 2014
La presencia de Woody Allen, su innegable capacidad de empaparlo todo con expresión titubeante presidida por una mirada miope en permanente estado de perplejidad, lo anega todo. Para la mayoría, las películas de Woody Allen son todas aquellas en las que el actor aparece, poco importa quien las dirigió. Por eso, no han sido muchos los que se han atrevido y, desde luego, ninguno era convencional: Herbert Ross, Martin Ritt, Jean Luc Godard, Paul Mazursky… y ahora, John Turturro.
Actor como Allen, además de director y guionista, Turturro ha tenido más éxito como intérprete que como narrador. (Re)conocido por sus trabajos para los Coen, Spike Lee y Francesco Rossi, Turturro nació, como Allen, en Brooklyn. No solo comparten su origen sino también su pasión por Fellini y su querencia por un cine exuberante y ligero, ese que es capaz de palpar los pliegues del dolor y el desamor con una sonrisa en la cara.
Como director, Turturro ha firmado obras extrañas, inclasificables, escasamente comerciales pero, sin duda, atractivas: Mac (1992), un drama homenaje a la vida de su padre e Illuminata (1998), una suerte de reflexión sobre sí mismo y sobre las dificultades de la creación artística. En Aprendiz de gigoló, Turturro ha pensado en Woody Allen. Cuesta trabajo imaginar cómo hubiera sido este filme sin su presencia. Ambientado en el núcleo duro de la comunidad sionista de Nueva York, Turturro parte de un pretexto argumental de escasa consistencia; una idea demasiado peregrina como para tomarla en serio, aunque suficientemente veraz como para no tenerla en cuenta. Allen encarna a un personaje fácil de identificar con el actor. Un librero que ve cómo el negocio que creó su abuelo y mantuvo su padre, vive en plena decadencia. Acosado por las facturas, convence a su amigo para que se preste a vivir una aventura sexual con dos excéntricas millonarias, a cambio de un dinero fácil. Pronto, Turturro, como esos ilusionistas que agitan la mano izquierda para que el público no se percate de lo que hace la derecha, lleva el texto hacia el lugar que le interesa: mostrar las rígidas normas y recias costumbres de la comunidad judía más conservadora. Sin hipérboles ni subrayados, sin desprenderse jamás de una sensación de abulia, Turturro acude también a lo aprehendido de los Coen.
Así, las increíbles aventuras de ese Casanova neoyorquino, gigoló a su pesar, promovido por un manager al que cada vez le gusta más dejar de vender libros para vender placer sexual, sirve para forjar el contrapunto de un submundo de rabinos celosos, ávidos por conservar la pureza de su raza. En realidad la savia que alimenta el tronco de este filme parece extraída de un viejo chiste de Allen. Aquel que cuenta cómo, una viejecita, con estupor y admiración, preguntaba al más venerable y sabio rabino de todos: “Rabino: ¿por qué no podemos comer cerdo?” A lo que el admirado anciano respondía: “Ah, ¿no podemos?”. Así, con sutileza e ironía, pero sin brillantez, Turturro emblematiza su película en un gesto: cuando el gigoló deja colgada en un árbol la peluca de la mujer que ama, peluca que no es sino símbolo de sumisión y burka, aunque no lo parezca, al que se ven sometidas algunas mujeres sionistas. Sin impostar la voz, el filme se adentra en el laberinto de Abraham y habla de la imposibilidad de romper las cadenas, de la llamada de la sangre, del poder de la casta.