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2018

«El reino» de Rodrigo Sorogoyen
Asco y tristeza en EspañaEl panorama que dibuja “El reino” de Rodrigo Sorogoyen está más cerca de los infiernos que de los cielos. Es la suya, una radiografía a la España de la corrupción. Una caricatura al tiempo inmediato. Aunque quepa decir que aquí todo es pura ficción, sabemos que es representación imaginaria que proviene de un espejo rebosante de destellos de verdad. Despedida en el pase de prensa con una sonora ovación, hay motivos suficientes para ello.
Almacena razones para convertirse en una cita altamente recomendable. Para empezar, su decidida apuesta por cruzar la línea de sombra de la realidad política actual. No abundan en la cinematografía española obras que se adentren en nuestra más incómoda y sucia crónica de sucesos y cohechos, de prevaricaciones y tantos por ciento. Y menos que lo hagan con la valentía, calidad y alto ritmo que lo hace este arrebatado filme. No olvidemos por otra parte, que a la industria de nuestro cine (subvencionado) le resulta más cómodo hablar del pasado que del presente y que prefiere la comedia gruesa a la gruesa verdad, esa que consagra el reinado de los mediocres.
Sorogoyen y su coguionista de siempre, Isabel Peña, tres veces con esta han demostrado un talento poco común. Pero en esta tercera ocasión, han ido más lejos. Había medios. Una cuidada producción televisiva que, por supuesto, está dispuesta a sacar beneficios. Para ello han contado con un plantel actoral poderoso. Y entre tanto poder, entre los más grandes, un animal cinematográfico conocido como Antonio de la Torre. Es posible que se le den personajes cortados casi siempre por el mismo filo de óxido e inquietud, pero no es menos evidente, que borda todos y cada uno de ellos.
Pero estamos enumerando los haberes de “El reino”. A Antonio de la Torre le acompañan espléndidos actores que le dan réplica y que lo hacen mejor. Desde José María Pou a Bárbara Lennie. Para todas y todos hay lucimiento y nadie desaprovecha su turno. Hay un esforzado y complejo argumento con fases de especial solidez. Y Sorogoyen, en solo tres películas, ha cruzado el campo de minas para muchos insuperable, desde un cine indie a una producción que ha digerido influencias notables.
Vamos a desgranar algunas de ellas.
Sorogoyen da la señal de partida con una secuencia sin cortes al estilo de Johnny To. Y como el mejor cine negro oriental, todo culmina en una comilona de bogavantes y desvaríos. Todo resulta obsceno, todo evoca las maneras de las cuadrillas mafiosas, ebrias de poder, huérfanas de sensibilidad, cultura y talento. En ese sentido, Sorogoyen, en medio de una trama compleja, repleta de recovecos y personajes, parece asumir la pasión por dirigir con el fervor con el que el cine de Hong Kong cambió el cine del mundo.
Pero no solo hacia oriente mira Sorogoyen. Como en el universo de Fincher, Sorogoyen no da respiro a la cámara. Todo es movimiento sobre movimiento. Las localizaciones, los encuadres y los planos evidencian un sobresaliente esfuerzo que hace de “El reino” un filme importante. No anda, ni corre, vuela.
Volveremos sobre su transfondo dentro de poco, pero ahora, en la crónica urgente, cabe relatar que estamos ante una pieza mayor que podría haber sido mayor todavía de no haber cedido a la innecesaria concesión a la violencia y al suspense en sus curvas finales, previas a la recta final en un plató de televisión. Cierto que esa recta final dará mucho que hablar e incomodará a más de una profesional de las entrevistas políticas, porque si los políticos reciben estopa en este filme, también para los medios de comunicación hay algún palo.
Esa tendencia al exceso, ese peaje al canon televisivo y a la hipérbole escópica no arruina la agridulce sensación de percibir el vértigo ante un filme tan útil como vibrante. Y es que “El reino” nos coloca ante la desoladora estampa del paisaje en el que estamos metidos; algo que provoca una angustiosa sensación de tristeza y asco. Percibir ecos de la realidad, aunque sea a través del desenfoque de un thriller que lleva la tragedia de Shakespeare al Madrid de la mordida y el yate, da pena, provoca impotencia y cultiva un desasosiego cercano al desconsuelo.

 

«El hombre fiel» de Louis Garrel

La mirada del hijo

A Louis Garrel lo conocimos cuando un Bertolucci ya veterano que parecía recuperar el tiempo perdido, presentó “Soñadores” (2003), un triángulo erótico, algo perverso y muy sugerente entre adolescentes en el contexto del París de 1968. Quince años después, Louis Garrel nos obsequia con una delicatesen, una pieza romántica de humor negro y amores dulces que promete mucho en la primera mitad, para quedarse a medio camino en la segunda parte.
En el ADN de Louis Garrel va inscrita la fiebre por la profesión. Hijo de director y actriz, nieto de ilustres profesionales del cine, casado con la aquí actriz protagonista, Laetitia Casta, y con pasado conyugal con actrices y directoras, es de suponer que este actor, director y guionista se desayuna con cine y se acuesta con él. De hecho, “El hombre fiel” ofrece una lección impecable de cómo dirigir sin aparentar esfuerzo.
Lo mejor de esta historia oscura, que empieza con una separación para retomar la acción nueve años después, reside en la ligereza de su prosa, en la aparente facilidad con la que todo deviene.
Con una imagen aérea de París abre Louis Garrel este relato en el que sus principales personajes cuentan al espectador como si fuera un coro de tres voces. El triángulo amoroso, una modalidad muy querida por la comedia francesa, se sirve aquí con la presencia de una cuarta presencia, un hijo de padre dudoso y de mirada perturbadora. Ese verbo de deseos y manipulaciones, de amores y traiciones, lo conjuga Garrel con una alegría encomiable.
El director y actor 
se permite, junto a su mujer en la vida real, una suerte de experimento que en apenas 75 minutos propicia una cita refrescante. Mide bien los planos, transmite la sensación de que se lo pasa a gusto y comunica placer, sensualidad y goce. Son 75 minutos bien utilizados.
En ella hay fases de inspiración plena. Aporta un joven actor de mirada inolvidable y durante muchos pasajes, Garrel evidencia y pone de relieve el fervor por el relato. No hace falta grandes tragedias, basta con un cruce de deseos insatisfechos, de esperas y mentiras, de dudas y de desencuentros. Los que aquí se dan cita prefieren amagar a dar, insinuar a desvelar. De hecho, cuando acaba la película comienza realmente en la cabeza del público el debate sobre qué es lo que en el fondo se ha visto. Qué es lo que Garrel cuenta y qué es lo que no ha contado.

«El inocente» de Simon Jaquemet

Delirios de fe

Ruth, nombre que significa amistad, se llama la protagonista de “El inocente”, un filme inclasificable que se mueve en tierra extraña. Su familia, la de la citada protagonista del filme suizo-alemán a concurso, vive la fe con el fervor luterano de los personajes de Dreyer. Ella trabaja en un laboratorio que experimenta la posibilidad de trasplantar cabezas de monos. Si el éxito les sonríe, como dice uno de los científicos, habrán dado un paso más hacia la inmortalidad de la humanidad, todo un desafío para Dios. En el fondo, lo que Simon Jaquemet propone es el eterno duelo entre la ciencia y la fe, entre la verdad revelada y la verdad desvelada. Algo que una mujer como la protagonista de “El inocente” comienza a vivir con brotes psicóticos y alucinaciones. Especialmente cuando retorna de “entre los muertos”, es un decir, un viejo amante con el que ve renacer pasiones castradas entre tanto cántico religioso, entre tanta misa y bendición.
Jaquemet se muestra como director de plano largo y silencio incómodo, de tiempos muertos y elipsis inexplicables. De ahí que “El inocente” provoque estupor y haga que nunca parezca saber hacia dónde quiere conducir el director su relato. Probablemente, esa indefinición, esa calculada ambigüedad que llena de incertidumbre lo que la pantalla escupe, forme parte de su propuesta argumental. En ese sentido, “El inocente” funciona mucho mejor en algunas de sus partes que en su línea argumental; algo que concluye de manera caprichosa e irreal lo que pone en tela de juicio todo lo anterior.
Se diría que Jaquemet concibe los episodios de su periplo como si estos no fueran a incorporarse a una estructura conjunta. Así, mezclar a Lynch con Kubrick, a Dreyer con Tourneur, puede parecer fascinante pero es altamente peligroso si no hay un sentido regente. Aquí no lo ha habido, o de existir no parece que se haya conseguido plasmar su presencia en el celuloide.
Al contrario, en determinados momentos, “El inocente” provoca eso que más temen todas aquellas personas que dirigen cine, que el público se ría cuando lo que se buscara era conmover y acongojar. Su fotografía oscura, sus espacios cerrados, su puesta en escena más que fría gélida, marcaban un contrapunto interesante al que una falta de coherencia interior no le da la réplica necesaria.

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