Un análisis al argumento de El niño y la bestia sugiere, al menos, cuatro niveles en su entramado. Pero, en su interior, esas cuatro capas de significación, al fundirse entre sí, dotan al conjunto de un sofisticado y sobrecargado relato de relatos no fácil de discernir y nunca culpable de incurrir en perfiles maniqueos. Comencemos por la apertura. El filme transcurre entre dos mundos, dos universos unidos por una pequeña brecha que hace posible, de manera extraordinaria, (tras)pasar de un lado a otro.
Desde los carteles que le preceden, todo en Cegados por el sol, clama y reclama su denominación de origen. La elección del reparto siempre significa, pero aquí, en el casting descansa su sentido. Unir en el mismo plano a Ralph Fiennes con Tilda Swinton es una declaración de guerra. Si el cuadrilátero se cierra con el escurridizo Matthias Schoenaerts y la siempre perturbadora Dakota Johnson, el resto parece tan sencillo como encontrar un buen argumento.
Maíllo en Toro parece coincidir con algunos precedentes del cine español de los últimos años; ese que ya sin complejos ni memorias por reivindicar está más pendiente de Hitchcock y los Coen que de Buñuel o Berlanga. Maíllo, como antes el Agustín Díaz Yanes de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto y el Enrique Urbizu de No habrá paz para los malvados, se sumerge en la oscura cartografía del género negro español.