A Hirozaku Kore-eda (1962), como a Naomi Kawase (1969), dos cineastas de referencia inexcusable para hablar del cine japonés del siglo XXI, el hecho de la procreación le significó una perceptible mutación, no en su estilo pero sí en su tono. Si en el caso de Kawase, la directora llegó a obsesionarse con los procesos de la gestación hasta filmar ensimismada las bonanzas del parto natural, a Kore-eda, ser padre le ha llevado a buscar esperanza allí donde antes todo era incertidumbre.

En un documental de visión aconsejable, The Kingdom of Dreams and Madness, Mani Sunada desnuda el canto del cisne del Estudio Ghibli. Sin espacio aquí para abundar en lo que eso significa, basta referir que Sunada narra allí el proceso de gestación de El viento se levanta de Miyazaki y El cuento de la princesa Kaguya de Takahata. O sea, las últimas batallas de los dos hombres fuertes de un estudio de leyenda.

Hacia el final de su metraje y por un fugaz momento, la sombra de Totoro parece que va a ser convocada en El recuerdo de Marnie. Corresponde al momento en que dos personajes se internan en un bosque llevando sendos paraguas abiertos. No aparece el fantástico personaje emblema de la factoría Ghibli, Totoro, pero eso no impide que percibamos el aliento de Hayao Miyazaki en todo el filme.

La modista teje su manto en un territorio hostil, en un tono turbio y en un juego de requiebros que pulveriza géneros preestablecidos. Con ella, regresa en la dirección de largos una mujer que en los 90 irrumpió con fuerte personalidad en un momento en el que Australia (George Miller, Peter Weir, Alex Proyas, Baz Luhrmann,…etc.) se descubría como la mejor reserva para sostener el cine de Hollywood.

Una sensación de déjà vu atraviesa de principio a fin El nombre del bambino. Y no es porque se trate de un remake, de cuyo referente anterior permanecen restos. Como esos ecos distantes de unos chistes antes contextualizados en Francia y ahora trasladados a Italia; antes con referencias al nombre de pila de Hitler y ahora con guiños a Mussolini. Ese sabor a plato recalentado no descansa en que aliña un argumento ya conocido, sino en cómo formaliza su contenido.

Lo mejor de El regalo hay que extraerlo de la imprevisibilidad de su argumento. Parece un filme de terror, pero desobedece las reglas canónicas imperantes. Podría haber sido un filme convencional, pero regatea las normas definitorias del cine de nuestro tiempo y no respeta demasiado los usos de los referentes clásicos. Cine mestizo pues que abunda en el desconocimiento del otro. Su anécdota narrativa parece un cruce entre aquel desaforado Un loco a domicilio de Ben Stiller con Jim Carrey, y La semilla del diablo.

La adolescencia siempre alumbra películas sugerentes. Muchas veces, a partir de recuerdos de los cineastas que han utilizado reflejos de su autobiografía para apoyarse en esa sensación de certidumbre que provoca hablar de lo que se sabe, recrear lo que se recuerda. La lista es larga, de Ingmar Bergman a Richard Kelly, de Truffaut a Ray, del cine clásico al de ahora, los teenagers se saben material de película con sabor a experiencia propia.

El amor es más fuerte que las bombas se abre con el plano de un recién nacido y, sin embargo, quien preside su relato de comienzo a final es una madre muerta. En su interior vemos agitarse inquietas, (per)turbadas y desorientadas, tres presencias masculinas. Un padre, que fue actor pero que ahora da clases en un instituto juvenil, y sus dos hijos. Uno lo ha hecho abuelo, el otro, todavía arrastra el peso del acné juvenil y vive la zozobra de ser víctima de la tormenta de hormonas.

Entre las declaraciones de Oliver Hirschbiegel, director de este filme y autor consagrado por El hundimiento (2004), hay una referencia que se repite con frecuencia. Y de todos modos, aunque él no lo explicitara, la visión de sus películas también lo sugiere. El cine de Oliver Hirschbiegel (a)parece obsesionado con descifrar las claves del nazismo. Se diría que el cineasta alemán se ha empeñado en descifrar el enigma de ese comportamiento criminal y colectivo que implantó en Alemania la ignominia y el miedo.

Hubo un tiempo en el que el cine de Atom Egoyan era sinónimo de estremecimiento. En aquellos años, final de los 80 y buena parte de los 90, este canadiense de origen armenio, revelaba radiografías terribles de la sociedad de nuestro tiempo. Mostraba heridas de luz en cuyo núcleo duro depositaba la semilla de un cuento tradicional. Por ejemplo, el flautista de Hamelin alentaba la temible fábula sobre el dolor y el remordimiento que articulaba El dulce porvenir (1997) y Caperucita Roja se convertía en una joven embarazada abandonada por un novio soldado en ejército hostil en El viaje de Felicia (1999).