En Teherán, la figura hegemónica, se llama Abbas Kiarostami, probablemente el último gran cineasta surgido en el ocaso del siglo XX. Su sombra es tan poderosa que durante dos décadas todo el cine iraní parecía estar hecho a su imagen y semejanza; cine de silencios y cadencias, de gestos hondos y significados largos; de realismo engañoso devenido en materia alegórica. Pero la evidencia era (y sigue siendo) que, aunque hay una buena relación de autores iraníes, algunos amordazados y casi todos bajo sospecha a ojos de un gobierno autoritario, Kiarostami ocupa un lugar en el que no admite comparación ni compañía.
En el extremo opuesto al cine de autor, ese que Francia ha impuesto a medio mundo, se sitúa, también en territorio galo, otro cine de vocación populista y ninguna pretensión artística. Pertenece a la industria cinematográfica que se debe a la avaricia de taquilla, a la llamada del pelotazo. El camino habitual está asfaltado por comedia de trazo tosco y risa tonta. En ese reino, no hay ensayos ni reflexiones; no hay búsquedas ni rigor.
Como en las mejores comedias y proverbios de Eric Rohmer, hay tanto destello de autenticidad, tanto sudor real en la conformación de los protagonistas de Frances Ha que, aunque la mayoría de quienes se enfrenten a esta película no encontrará posibilidad alguna de simpatizar con sus personajes, no podrán evitar percibir que Noah Baumbach sabe ahondar en la esencialidad del contexto dibujado. Dicho de otro modo, y esto es una rara virtud en tiempo de tanto cretinismo, sabe de lo que habla y habla con conocimiento.