El mayor enemigo que acecha a la imagen de cualquier artista se encuentra en su propio trabajo. Si del cine de Ridley Scott desapareciera un tercio de su producción, o mejor todavía, si solo permaneciera un veinte por ciento de la misma, Scott sería uno de los grandes cineastas de todos los tiempos. No digamos nada del caso de Spielberg ni de los últimos trabajos de Atom Egoyan, un cineasta de culto en los años 90 y ahora ¿definitivamente? sostenido sólo por el ruido de lo que fue en otro tiempo.
En justa correspondencia con el trasfondo de Ida, al final de esos 80 precisos, medidos y geométricos minutos, queda la duda y se eleva el tema de la fe. ¿Creemos o no creemos en la sinceridad artística de esta propuesta? Pawlikowski es polaco como Kieslowski, y, como el autor de La doble vida de Verónica, parece atormentado por la idiosincrasia de un país en el que se abrazan y cohabitan catolicismo y comunismo en atormentada comunión.