Hace un par de meses, Martin Scorsese (Queens, 1942), cumplió 71 años. A comienzos de los años 70, cuando en medio mundo todavía se hablaba del mayo francés, dos años después de que Janis Joplin y Jimmy Hendrix dejasen sendos cadáveres de 27 años, Scorsese encabezó el grupo de los denominados “movie brats».
Sospechosamente a tiempo, con la precisión del enterrador, el mal augurio del buitre y la brillantez formal de un anuncio del perfume de moda, se estrena este biopic cuando siguen resonando los llantos por la muerte de Nelson Mandela. Es decir, cuando todavía permanecen en el aire solemnes declaraciones institucionales, confusiones de analfabeto y acciones incomprensibles como las del traductor de signos.
En el gesto inicial con el que los hermanos Merino abren su “documental” resulta imposible no pensar en El proyecto de la bruja de Blair y Grizzly Man. Como ellos, en Asier eta biok el espectador se enfrenta a las confesiones a cámara de su protagonista embarcado en una odisea imposible. Parecen documentales pero no lo son.
Cuando la película ya ha desplegado todas sus fuerzas, cuando el argumento se ve atrapado en eso que se (re)conoce como el nudo, ese instante en el que parece no haber salida en el horizonte ni posibilidad de echar marcha atrás en el desarrollo de los acontecimientos, tiene lugar una secuencia clave.
Hay pocas películas que se hayan centrado en abismarse en el horror de la retaguardia alemana durante la segunda guerra mundial. Apenas se nos ha mostrado cómo (con)vivió la población civil contraria al nazismo. O cómo fue habitar en la pesadilla del núcleo duro de su cuartel general. Convertidos en los malos de la Historia, el cine rara vez ha podido o querido mostrar esa cicatriz interior, la que sufrió una parte del pueblo alemán que no participaba de esa sed de imperialismo y delirio que Hitler cultivó.
Robert de Niro, aunque hace veinte años que no trabaja de verdad, ha protagonizado algunas de las más bellas e inmensas películas del siglo XX. En ellas hizo de (casi) todo. Una de las más grandes, lo convirtió en boxeador; en un fajador imponente vencido por el sobrepeso, la gula, el alcohol y la vanidad. Silvester Stallone, probablemente uno de los más limitados actores de su tiempo, ha filmado decenas de películas insustanciales pero pasará a la historia por su creación de dos personajes emblemáticos: Rambo y Rocky. Este último ha sido su mayor éxito y la primera entrega de su obstinado Balboa sin duda fue su mejor trabajo.
La última frase de este filme épico de estructura de sierra y relatos esquinados, tiene lugar cuando los créditos certifican su ocaso. Algunos espectadores con urgencia se la perderán irremediablemente porque se pronuncia cuando la historia ya ha concluido. La frase sale de los labios de Tony Leung, un actor que para Wong Kar-wai tiene mucho de alter ego.
En los primeros compases de En la flor de la vida, aparece una señal de alarma. Cuando ya sabemos, más o menos, quienes copan el interés de esta película, presentimos que ninguno de ellos nos interesa demasiado. Es más, sabemos que todos resultan insoportables, cartón piedra, estereotipos que pretenden hablar de la vida cuando poco hay en ellos que refleje algo que la merezca.
El fantasma de Intocable, el mayor éxito comercial del cine francés del siglo XXI, se pasea por la barca-escenario de este filme que comparte el mismo protagonista: François Cluzet. Pero desde su mismo enunciado, hay algo en su interior que se sabe espejismo, que se percibe falso, que (nos) engaña. ¿Por qué se titula En solitario si su protagonista nunca lo está?
Prácticamente A propósito de Llewyn Davis se abre y se cierra con la misma secuencia. En el principio y en el final de este filme, que se presentó en Cannes 2013, los Coen convocan y/o reciclan el mismo episodio. Se trata de un recurso ya utilizado por el cine clásico que provoca en curioso efecto. Siendo/viendo lo mismo, su lectura nos conduce a conclusiones diferentes porque entre la primera vez y su repetición, en cuanto espectadores, se nos ha iniciado en las entrañas del relato.