Cuando la película ya ha desplegado todas sus fuerzas, cuando el argumento se ve atrapado en eso que se (re)conoce como el nudo, ese instante en el que parece no haber salida en el horizonte ni posibilidad de echar marcha atrás en el desarrollo de los acontecimientos, tiene lugar una secuencia clave.

Hay pocas películas que se hayan centrado en abismarse en el horror de la retaguardia alemana durante la segunda guerra mundial. Apenas se nos ha mostrado cómo (con)vivió la población civil contraria al nazismo. O cómo fue habitar en la pesadilla del núcleo duro de su cuartel general. Convertidos en los malos de la Historia, el cine rara vez ha podido o querido mostrar esa cicatriz interior, la que sufrió una parte del pueblo alemán que no participaba de esa sed de imperialismo y delirio que Hitler cultivó.

Robert de Niro, aunque hace veinte años que no trabaja de verdad, ha protagonizado algunas de las más bellas e inmensas películas del siglo XX. En ellas hizo de (casi) todo. Una de las más grandes, lo convirtió en boxeador; en un fajador imponente vencido por el sobrepeso, la gula, el alcohol y la vanidad. Silvester Stallone, probablemente uno de los más limitados actores de su tiempo, ha filmado decenas de películas insustanciales pero pasará a la historia por su creación de dos personajes emblemáticos: Rambo y Rocky. Este último ha sido su mayor éxito y la primera entrega de su obstinado Balboa sin duda fue su mejor trabajo.