Aunque llevaba tiempo dando muestra de su capacidad interpretativa, Zar Amir Ebrahimi (Teherán,1981), saltó al reconocimiento internacional hace un par de años, cuando ganó el premio a la mejor actriz 2022 del festival de Cannes con «Holy Spider» de Ali Abbasi.
Aunque el principal reclamo de «Rivales» se llama Zendaya, ella no ocupa el punto vertebral del relato. Aunque brilla en la pantalla, su lugar no comparece en el núcleo hegemónico del nuevo filme de Luca Guadagnino.
Decía Chesterton, en su defensa sobre la familia, que su virtud estribaba en que, a diferencia de quienes la alababan como un remanso de paz y armonía, era justo lo contrario; una encrucijada entre diferentes.
Cada vez que se nos avisa que una película está basada en acontecimientos reales y, especialmente, si la mayor parte de sus protagonistas todavía permanece entre nosotros, surge la tentación de preguntar(se) por qué no se ha escogido el género documental en lugar de organizar una recreación artificial en la que unos actores reproducen impostadamente esos hechos que “ocurrieron”.
Elsa Amiel formaliza esta extraña incursión en el mundo del culturismo profesional apoyada en dos columnas, en dos géneros entre sí antagónicos pero que, a veces, si se perfilan bien, se fusionan con destreza. Solo en esos casos excepcionales, esos opuestos maridan hasta lograr un extraño equilibrio.
En los años cuarenta, cuando la mayor parte de los actores eran llamados a filas, Walt Disney, deseoso de ampliar su mercado y conocedor de que cierto sector del público se mostraba refractario al cine de dibujos animados, lo considera(ba)n algo solo para niños, presentó “Los tres caballeros”.
Cuando ya no hay nadie entre el público que imagina otra cosa que asistir al desenlace de un convencional filme de superación y éxito deportivo, una más de esas películas de entrenador rebelde que devuelve la autoestima a sus pupilos convirtiendo un equipo de derrotados en una armada invencible, “The way back” da un giro sorprendente e introduce una variable que imprime nuevos puntos de vista.
Stephen Frears se emplea con(tra) Lance Armstrong con el mismo ímpetu maquinal y distante con el que en sus comienzos cargaba contra Margaret Thatcher. En su prosa cinematográfica no hay piedad ni simpatía. Tampoco pasión; la venganza se sirve fría. Y en este caso, como en el de la primer ministro británica, no es el sujeto lo que le importa sino los efectos colaterales que su hacer representan. De hecho, Frears le niega a Armstrong incluso el honor de titular con su nombre su película.
Eddie, el águila apenas tiene fisuras. Solvente y bien barnizada, se agarra con uñas y dientes a una gran estrella actoral, Hugh Jackman. Sin embargo, con ser el suyo un personaje decisivo, Jackman no es el protagonista. Eso ya resulta paradójico. El caso es que esta producción británico-germano-USA de rango medio, según el baremo yanqui, desgrana una historia de superación, una fábula inspirada en hechos reales de esos que ponen la piel de gallina a los adictos al lloriqueo.