Stephen Frears se emplea con(tra) Lance Armstrong con el mismo ímpetu maquinal y distante con el que en sus comienzos cargaba contra Margaret Thatcher. En su prosa cinematográfica no hay piedad ni simpatía. Tampoco pasión; la venganza se sirve fría. Y en este caso, como en el de la primer ministro británica, no es el sujeto lo que le importa sino los efectos colaterales que su hacer representan. De hecho, Frears le niega a Armstrong incluso el honor de titular con su nombre su película. Aunque desde el primer plano, aquél que muestra en soledad al ciclista norteamericano escalando una cima entre profundos suspiros, al desmoronamiento final, el de su caída en un agujero negro, la figura del actor Ben Foster, Armstrong en la película, todo lo preside; Frears se encarga de subrayar que ese ídolo no es sino una parte del programa. Una marioneta rota que se creyó el centro del mundo y sólo consiguió hacer del mundo (deportivo) una vergonzosa mascarada.
Ese programa que le da título consiste en la manipulación del deporte en aras al triunfo, en la perversión de la ética a cambio del dinero, en la deshumanización del héroe robotizado para alcanzar la miseria.
El eterno “angry man” que Frears ha sido y sigue siendo, construye un filme cortante, desalentador, preciso y solvente. Un biopic oscuro y terrible que invita al espectador a desconectar del deporte de élite en el que, como su película muestra, todo huele a podrido. Armado con abundante material documental, presenta la ascensión y caída del siete veces campeón del Tour al que ahora no le queda ninguna gloria. Sólo, en un momento, Frears le deja a Armstrong mostrar algo parecido a cierta sensibilidad, cuando en la cúspide de su carrera, el heptacampeón detiene su frenética carrera de (re)presentaciones y vanidades para darle a un niño moribundo, destrozado por el cáncer, el tiempo necesario para aliviar su despedida.
Frears abre la historia con una partida de futbolín. Un joven Armstrong reta a un periodista deportivo que se juega la barba si pierde. Ese barbilampiño a la fuerza, se convertirá en la sombra de su culpa, en el pepito grillo de sus desvaríos, en el testigo de cargo que, durante años, sostendrá una verdad negada: el dopaje de Armstrong. Con la pulcritud aséptica de la wikipedia, Frears reconstruye año a año la biografía del ciclista tramposo. Sus primeros éxitos, la certeza de que su constitución le incapacitaba para ganar una prueba por etapas tan dura como el Tour. Su enfermedad, su descenso al abismo de la agonía. Y su epifanía, una resurrección triunfal que hizo de él el abanderado de la lucha contra el cáncer; una máquina que pulverizó récords y normas.
Frears convierte a Armstrong en una suerte de monstruo de Frankenstein; si cuando enfermo parece un Nosferatu agónico, cuando curado, se convierte en una criatura voraz anclada en la mentira. The program habla de los límites de la ciencia, de la tentación del dopaje, de un entramado deportivo que convierte a los peones del espectáculo ciclista en cobayas humanas, en yonkies del doping y la meta.
Con un relato tan espinoso y por otra parte tan conocido, Frears se las arregla para poner cine allí donde otros se hubieran conformado con hacer cromos y estampas. Y con un personaje que provoca repulsa y en un contexto de banalidad y corrupción, The program emerge como una fábula poliédrica fascinante.
La cámara enfoca a Armstrong, pero Frears mira más allá de su triste historia. Y con esa mirada, ya se ha dicho al comienzo, resurge un cineasta que conoce el oficio, cuya filmografía es plural en calidades y ambiciones, pero nunca gratuita. The program, esa reflexión sobre el Prometeo del deporte del siglo XXI, nos recuerda la insatisfacción del ser humano y el precio de ser un canalla.
Nuestra puntuación
Un Prometeo sobre ruedas
Título Original: THE PROGRAM Dirección: Stephen Frears Guión: John Hodge Intérpretes: Ben Foster, Chris O’Dowd, Jesse Plemons, Guillaume Canet, Lee Pace, Dustin Hoffman País: Reino Unido. 2015 Duración: 103 min. ESTRENO: Junio 2016