En 1938, Rumania aprobó la constitución que ponía su incierto destino en manos de la autocracia del rey Carlos II. Hoy da escalofríos saber que, de más de cuatro millones de votantes, apenas 5.000 votaron en contra. Percibir tanta homogeneidad en un pueblo que, más que unido, (a)parece cosido a su suicidio colectivo, provoca estupefacción.
Ahora, ningún exhibidor (nos) propone hacer un programa doble; aquellos festines maratonianos donde, con acierto o no, se invitaba al público a sumergirse durante horas en un pulso entre (dos) películas. Un duelo del que casi siempre salía ganador el espectador que, durante una larga tarde y/o noche, desconectaba por completo de las miserias cotidianas.
La sombra de «Bohemian Rhapsody» (2018), especialmente el éxito económico que el biopic de Freddie Mercury y Queen consiguió bajo la dirección de Bryan Singer, ejerce un mal influjo sobre esta vida ejemplar que hace de Whitney Houston un arquetipo de alma plana y de ningún recoveco.
Da igual dónde y con quién ruede Hirokazu Kore-eda, (Tokio, 1962), el cineasta japonés más reconocido internacionalmente en estas últimas décadas. El anterior relato, ‘La verdad’ (2019), lo filmó en París, con Juliette Binoche, Catherine Deneuve y Ethan Hawke y pronto se supo que, más allá de los guiños metafílmicos y del reconocimiento a la post-nouvelle vague, Kore-eda hablaba de lo que siempre se ocupa: de la familia, del desarraigo, de los afectos y la soledad.
Cuando Robert Bresson convirtió la esencia de “El idiota” de Fiodor Dostoyevski en “Al azar de Baltasar”, estaba filmando una de esas extraordinarias e inolvidables películas cuya huella permanece indeleble para aquellos que la han visto. Eso aconteció en 1966, cuando Jerzy Skolimowski (1938) estaba dirigiendo con urgencia juvenil una serie de obras de carácter biográfico.
Sin Paul Mescal y Francesca Corio, “Aftersun” hubiera sido una película completamente distinta. Una de sus mayores virtudes mana de la sinceridad que transmite, de la autenticidad que supura. Todo surge del entendimiento entre Mescal y Corio; sus miradas echan fuego, sus movimientos hacen coreografía de la no impostura. Del primero, Paul Mescal, ya se sabía que era un notable actor.
n lengua persa, la mantícora, esa criatura fantástica, cara de hombre, cuerpo de león, cola de escorpión, se denomina “merthykhuwar” o “martiora” y significa literalmente: «devorador de hombres». En los años 70, Emerson, Lake and Palmer, referencia sustancial del rock progresivo que fundía la música clásica con los nuevos instrumentos electrónicos, denominaron con su nombre el sello discográfico en el que editaron su obra más conceptual: “Tarkus”.
Aunque este “Pinocho” se reclama como perteneciente a Guillermo del Toro, y por más que sean evidentes que en él crecen los estilemas del director de “El laberinto del fauno”, el maravilloso filme inspirado en el personaje de Carlo Collodi se sabe, como toda buena obra de animación, fruto de un gran esfuerzo colectivo.
El último filme de Santiago Mitre, coescrito con su colaborador habitual, Mariano Llinás, rinde homenaje al tema instrumental compuesto en 1952 por Sidney Bechet, “Petite fleur”. El mismo año que Bechet murió, 1959, Fernand Bonifay y Mario Bua escribieron, para esa canción, un poema de desolación y desamor con el que definitivamente convirtieron la pieza en un tema clásico, o sea sin fecha de caducidad.
Cuando una mujer cumple los 40 años de edad, la sanidad pública española le retira la aplicación gratuita del tratamiento de reproducción asistida. Dicho de otra manera, en el cuadragésimo cumpleaños se establece el final de la muga de la fertilidad femenina.