Acometida con una ingenuidad desarmante, concebida como una espiral que deviene en filigrana, «La última reina» se sustenta sobre dos columnas nucleares. Una reivindica la historia de Argel narrada desde su propio país.
Sin echar mano del cronómetro de manera rigurosa se diría, a golpe de emoción, que el 95% del metraje de “El caftán azul” pertenece a la esfera de lo privado. Casi todo en esta hermosa película, que apenas se mueve y que jamás se detiene, se dirime en la atmósfera de lo íntimo.
Kaouther Ben Hania es la primera directora tunecina en lograr una nominación para el Oscar. Tiene 44 años y su historial la circunscribe al género documental. O sea su cine no proviene de la ficción sino que viene de lo real. En “El hombre que vendió su piel”, Ben Hania se sale de su zona de seguridad.
En el devenir de Mounia Meddour (Moscú, 1978), como en un palimpsesto identitario, se inscribe la verdadera escritura que sostiene “Papicha”, un filme que habla de “sueños de libertad” pero que lo hace desde una voluntaria superficialidad que ¿banaliza? la tragedia sobre la que cabalga. Desvelemos. Mounia, hija del director de cine argelino Azzedine Meddour, nació en la URSS porque su madre es rusa. Sin embargo su nacionalidad es argelina y francesa.
En su traducción al español, este filme de presupuesto flaco y alcance largo, ha mutado el sentido de su título. De “Sal” o cualquier otro sinónimo que implique el “consejo” imperativo de huir; se ha pasado a “Déjame salir”. Es decir, se produce un giro sustancial que va de la orden al ruego, del mando al por favor, del aviso de un observador activo a la súplica de un atrapado apesadumbrado.
No puede ser casualidad que al mismo tiempo que el mundo asiste perplejo a brotes de xenofobia y segregación, el cine cultive relatos en torno a los excesos que el miedo al otro y el desprecio al semejante provocó durante buena parte del siglo pasado.
Hace 40 años, un filme oscuro y silencioso, puro blanco y negro interpretado por actores tan desconocidos que nunca más se les volvió a ver, provocó en las salas de cine un fenómeno extraño. Su argumento denunciaba una agresión sexual, un abuso de género en una sociedad primaria y rural. Alimentaba un microcosmos ubicado en un terreno inhóspito de pieles sin cronología y de personajes sin tiempo.
La opción estética asumida por Abderrahmane Sissako, una suerte de responso sin lágrimas, un maridaje entre el horror y la inocencia, provoca extrañamiento y desemboca en respuestas extremas. Si se admite, si se participa de ese sudario lírico que retrata la furia homicida del fundamentalismo yihadista sin subrayados, sin acusaciones directas ni veredicto expreso; y se hace a través de una coreografía de belleza trémula en medio de tanta tragedia, la simpatía y la admiración hacia Timbuktu se impone.