Ante la percepción de lo que Handia es, se adivina pronto lo que sus autores, no quisieron que fuera. Inspirado en un personaje histórico cuya existencia permanece entrecruzada en un nudo complejo que ata lo real a lo imaginario, la leyenda con la verdad; la historia del gigante de Altzo se impregna de los claroscuros del final de un régimen y el comienzo del otro.

A Tomas Alfredson le debemos una de las mejores incursiones del siglo XXI en torno al mundo de los vampiros. Déjame entrar, parábola inquietante sobre la naturaleza de los sucesores de Nosferatu, devino en hermoso relato de múltiples caras que cambiaba los escenarios góticos de piedra y hiedra por los paisajes nevados de Escandinavia.

Con apenas 26 años y con su primera película, Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989), Steven Soderbergh ganó la Palma de Oro de Cannes. Saludado como un nuevo genio, designado como el heredero de Orson Welles -los cronistas cinematográficos no andan sobrados de imaginación-, el joven Soderbergh llegó a creer en los augurios.

En La cordillera hay dos niveles de relato, dos planos de significación que, como las dos caras de una moneda, se sostienen pero no se encuentran. Una pertenece al espacio de lo público. Se ocupa del poder político representado en una cumbre de presidentes de estado.

Aunque lo que describe Morir acontece aquí y ahora, su semilla germinal hay que fijarla en la novela homónima de Arthur Schnitzler (Viena, 1862-1931). Allí, en ese contexto de la Austria que años después vería desmoronarse el sueño de Europa devorado por el monstruo del nazismo, Schnitzler compartió ciudad y tiempo con gentes como Stefan Zweig y Sigmund Freud.