Desde hace tiempo algunas referencias críticas sostienen que, como acontece con la obra de Soderbergh, el cine de Kenneth Branagh se mueve en dos niveles muy diferenciados. A un lado crece su obra más personal, la que atiende a su sed de autor.

El origen del relato que atraviesa “El callejón de las almas perdidas” hay que situarlo en plena guerra civil española, en 1937. En esos días terribles, William Lindsay Gresham, militante entonces del partido comunista norteamericano y voluntario de la Brigada Lincoln, escuchó de un compañero referir historias fabulosas sobre circos y criaturas fantásticas.

La “basura blanca”, (white trash), se ha convertido en el filón donde los parroquianos de la extrema derecha yanqui extraen su carne de cañón. La “basura blanca” se nutre de los muertos vivientes del sueño americano, esos que en el “día de la bandera” se mimetizan de barras y estrellas y asisten jubilosos a desfiles patrióticos cuyo tiempo parece perdido en el pleistoceno.

Franziska Stünkel, directora y guionista de “El espía honesto” reconstruye un relato inspirado en los años de la guerra fría, en el interior de una Alemania fragmentada en dos y clavada en el corazón de las sucias prácticas de propaganda y manipulación por cuyos excesos prácticamente nadie ha pagado.