En «Welcome to the Dollhouse» (1995), Todd Solondz ilustraba con ferocidad el aspecto menos amable del mundo infantil. Frente a la visión idílica que convoca y describe ese tiempo de despertares y domesticación como una especie de paraíso perdido, Solondz levantaba un relato cercano al horror.
La primera imagen, aquella que estuvo en el comienzo de este sobrecogedor filme que funde y confunde los géneros del Oscar -es documental, es animación y está en lengua no inglesa-, se nos muestra a mitad del filme.
El bigote de Hércules Poirot, la causa de su ausencia-presencia, da pie a un preámbulo bélico el que se nos describe, en blanco y negro, la juventud del carismático personaje creado por Agatha Christie. Digamos que esta nueva adaptación del relato escrito por la llamada reina del «¿quién es el asesino? (whodunit)», en 1937, nada nuevo aporta a lo ya mostrado por ejemplo en el convencional filme de Guillermin (1978).
Asumido como un ejercicio liberador, un relato desprovisto de los oscuros meandros de películas como “Magnolia” (1999) , “Pozos de ambición” (2007), “The Master” (2012) y “El hilo invisible” (2017); se podría caer en la tentación de confundir la aparente ligereza de “Licorice Pizza” con una supuesta banalidad interior.
Los primeros minutos de “Un amor intranquilo” rebosan serenidad. Una imagen de armónica convivencia, como la que miles de familias representan en las orillas del mar, inaugura el film. La esposa toma el sol, amodorrada por el calor y la brisa. El padre y su joven hijo chapotean en el agua.
Con la escritura de Zweig como melodía y pretexto y con reflejos de su zozobra personal como leit motiv, “The Royal Game” se impone como un demoledor relato sobre la anulación de la cordura a través de la tortura. La historia está localizada en el final de los años 30, en el tiempo de la ascensión del nazismo en Austria, pero sus sombras y la manera en la que éstas se proyectan hoy, la hacen muy pertinente.
El Goya de Valencia duró algo más de doscientos minutos y representó un reflejo extraordinario de nuestra realidad. ¿Cómo se puede ser tan aburrido y al mismo tiempo escenificar de manera tan rotunda y tan precisa las crueles paradojas y contradicciones de nuestro tiempo? Pues con estilo. Eso sí con un estilo políticamente correcto
Desde su fallecimiento, el 21 de noviembre de 2007, la imagen de Fernando Fernán Gómez, lejos de caer en el olvido, se ha agigantado. Hoy es carne de leyenda y sus compañeros, los que alguna vez coincidieron con él en algún trabajo, no cesan de invocarlo e incluso de imitarlo en cuanto se presenta la ocasión.
Pese a su factura de cine de Oscar, algo que se les suele atragantar a los jurados del SSIFF, en la pasada edición del Zinemaldia de marcado color feminista, se decidió premiar como mejor intérprete a su protagonista Jessica Chastain.
Sin salir casi de casa, como si se hubiera filmado en tiempos de confinamiento, la mayor parte de cuanto acontece en “El brindis” transcurre en la sala de un comedor familiar. Cinco personajes presentes y una ausencia que se presiente, sirven de válvula de escape al conductor de un relato costumbrista heredero de esa fiebre contagiosa y manoseada hasta la desesperación a la que llamamos monólogos.