Hay un momento vertebral en este filme donde guionista y director traspasan el umbral del verosímil. A partir de allí, le es dado a la persona espectadora de este relato poner en duda todo lo que hasta ese momento creía ver. Dicho de otro modo, tras el estupor de asistir a una actitud inesperada, surge la claridad de vislumbrar que lo real no es lo que creía.
Tras unas imágenes de archivo que sirven para documentar cómo cambió el mundo en el comienzo de los 70, un golpe brusco nos devuelve a la realidad (re)creada. La autenticidad de un grupo de hippies setenteros da paso al artificio de la vida de provincias en la Suiza profunda de 1971. Allí, con carácter de confesión personal, de diario que rememora lo que parece una autobiografía, se despliega un filme creado para gustar.
La novela que alimenta la película de Albert Dupontel fue un auténtico fenómeno editorial en Francia. Ganadora del premio Goncourt 2014, se presentó justo en el momento en el que Europa rememoraba con estremecimiento el comienzo, cien años atrás, de la primera guerra mundial. Su autor, Pierre Lemaitre tuvo olfato y supo aparecer con ella en el lugar indicado y en el tiempo preciso.
Hasta ahora, Ari Aster era un total desconocido. Un chaval alumbrado hace 32 años en la Nueva York que se encaminaba hacia su transformación en un parque temático. Nació al final de la década de los 80 y la ciudad de Woody Allen y Martin Scorsese sufriría, poco después, bajo la batuta de su alcalde Rudy Giuliani, algo más que un cambio de maquillaje.
Bajo tres banderas aparece “No dormirás”, una película dirigida por Gustavo Hernández que se adentra en el suspense bajo la advocación a Polanski. Todo el mundo se aferra al hacer de un cineasta que convirtió su vida en una fuga permanente. Y aunque es posible que algo del autor de “El quimérico inquilino” se proyecte sobre este No “dormirás”, su sustancia vital mira hacia dos hechos muy diferentes y aquí encadenados.
Casi merece recibir el reconocimiento de un subgénero ese cine que transita alrededor de las excelencias de la cocina. Hay tantas películas en torno a los chamanes del siglo XXI, esos genios del menú a la carta que han sustituido a intelectuales y artistas a golpe de estrellas Michelín, que incluso el Zinemaldia las celebra bajo la etiqueta “culinary zinema”. Se trata de una sección en donde el relato cinematográfico siempre sufre una devaluación, en favor de exaltar los prodigios de la cocina.
Christian Petzold recurre a un artificio cronológico, una suerte de anacronía voluntaria que resulta esencial para configurar la naturaleza de “En tránsito”. Filma un relato que acontece en los años 40 en escenarios de arquitectura contemporánea, no los disfraza. Sus personajes huyen en el pasado pero, como teletransportados en una filigrana cuántica, habitan el ahora.
La decisión final, la mano que pulsa el botón rojo que abre las puertas al infierno del porvenir, la asume alguien no alumbrado por mujer alguna. Bandear campanas que remiten a Shakespeare al hablar de esta película puede parecer excesivo.
Lo esencial en “Desobediencia” siempre transcurre en el fondo, detrás de los personajes, en una escenografía interior que se agita con sigilo en la zona oscura de una comunidad judía ortodoxa. Estamos en Londres. En tiempos no muy alejados del aquí y el ahora.
Será solo casualidad, nadie lo discute, pero sigue bajo sospecha la coincidencia de dos naufragios en el mismo sitio. Tanto Orson Welles como Terry Gilliam, dos americanos errantes en Europa, dos yanquis fugitivos, desterrados de EE.UU. por iconoclastas, por irreverentes y por indomesticados, se obsesionaron con la locura de don Quijote.