La comparación tiene miga y está cargada con sentido. Concebir el McDonald como la nueva iglesia americana, es decir, como el templo al que cada fin de semana acude la familia para celebrar unida su ocio sin que se vea excesivamente perjudicada su cartera, tiene gracia y bucea en la paradójica naturaleza del ADN norteamericano.

Hace 20 años, los hermanos Dardenne debutaban en el cine de ficción con un filme cortante y premonitorio de título esperanzador: La promesa. (Pro)venían del cine documental. Se habían curtido en el campo minado del reportaje televisivo de magro presupuesto y sólido compromiso. Con extraordinaria lucidez, en su primer largo de ficción, quedaron inscritas sus señas de identidad, esas que les han convertido en el paradigma de lo que entendemos por cine realista europeo.

Tras la muerte de Abbas Kiarostami, uno de los grandes cineastas del nuestro tiempo, si algún nombre está llamado a ocupar su lugar, ese (cor)responde a Asghar Farhadi. Al contrario que otros compatriotas, Farhadi no trata de imitar a Abbas. Su estilo en nada se le parece. Sin embargo comparte con el autor de El sabor de las cerezas, una voz tan inconfundible como propia.

La boda como texto y pretexto se ha impuesto como materia nutriente de buena parte de las comedias de la contemporaneidad. Un subgénero lleno de referentes al que Carlos Therón aborda desde la tradición del cine español atendido éste como carne de comedia hiperbólica de mueca gruesa y butifarra fina. Es por tu bien se abre y se cierra con una boda. En realidad casi todos los participantes son los mismos.

Cerca de dos años ha tardado este singular y extraordinario trabajo en poder llegar a los cines comerciales. En el Zinemaldia de 2015 empezó su carrera pública. Allí se supo que el trabajo dirigido por Pedro Rivero y Alberto Vázquez era una de esas exquisiteces tan deslumbrante como bizarra. En la ceremonia del Goya celebrada el pasado mes de febrero de 2017, todo su equipo levantaba el cabezón a la mejor película hecha con dibujos animados, en medio de una algarabía jubilosa.

El esqueleto que sostiene este cuerpo dolorido y cansado, ha sido forjado con la materia fundante del teatro: la palabra. En consecuencia, el verbo lo domina todo. Hay en el filme un aluvión de monólogos, de diálogos, de conversaciones aquejadas por un horror vacui que no dejan descanso. Se habla mucho, probablemente demasiado.
Y lo que se dice adquiere las maneras del teatro yanqui de mediados del siglo pasado. O sea, el que alimentaba el cine de Elia Kazan, el que tenía a Tennessee Williams como maestro absoluto, el que en el cine acunaba películas de culto y alto prestigio en torno a trenes llamados deseo y gatas en tejados de zinc.

La esencia de Zhang Yimou la encarnan con frecuencia los personajes que Gong Li ha interpretado. Desde su más temprana película, Sorgo Rojo, y a lo largo de 30 años de una solvente trayectoria, abundan películas melodramáticas en donde el principal personaje, casi siempre femenino, se distingue por una obstinada perseverancia anclada en un abnegado sentido de la ética.

En Sundance, un festival cuyo prestigio se devalúa de año en año, deslumbró a todo el mundo. Probablemente porque todo el mundo se empeña en confundir el tema con su contenido, la idoneidad de la denuncia con la calidad de su alegato. En este caso, un abismo separa una cosa de la otra y para quién quiera verlo, si se asoman a su
interior, la evidencia se impone: autocomplacencia formal y demagogia fácil. Una irreverencia para quien osa titular su filme como la piedra angular sobre la que nació el cine en EE.UU.