La mejor aportación de John Wick: Pacto de sangre consiste en que, gracias a esta segunda entrega, muchas personas recuperarán la primera, un tenebroso y dolorido thriller rubricado con una puesta en escena realmente meritoria. En esta segunda cita, nuevamente protagonizada por Keanu Reeves y ahora dirigida por Chad Stahelski, esta vez en solitario, se rebaja buena parte de la tensión primigenia, de su crepuscular puesta en escena.
Alcanzar la octava entrega y seguir batiendo récords de venta de entradas superando incluso a vacas sagradas como Star Wars y Parque Jurásico se diría es misión imposible. Pero nada se interpone en el camino entre el éxito y el público de Fast and Furious.
En Nieve negra, melodrama rural de connotaciones turbias, thriller con culpables que no lo son y con inocentes que nunca lo fueron, se comete un error fatal en el que muy a menudo se despeñan guiones extraordinarios.
No hay que equivocarse, Your Name, preñada de una carga sentimental capaz de fundir el hierro, es cualquier cosa menos una película meliflua. Su romanticismo sabe y bebe de la tragedia. Y su sencillez no le impide encarar un argumento enrevesado capaz de jugar con los tiempos y los espacios en una suerte de paradoja cuántica que hace fácil lo incomprensible y legible el palimpsesto que su guión cultiva en la cara oscura de su núcleo duro.
A golpe de coreografía musical, homenaje, préstamo y saqueo del cine de Hollywood de los agitados años 30, con un argumento lleno de recovecos y requiebros, con humor y tensión, y con un contenido que parece ju(z)gar a diferentes bandas, El bebé jefazo mezcla tonalidades, ideas y referencias que rechinan entre sí, que se repelen e incluso que se anulan, pero que en manos de Tom McGrath consiguen aparentar una solidez insólita ante la disparidad de sus ingredientes constitutivos.
Kaurismäki acaba de conceder unas declaraciones por las que, si fuera ciudadano español, hubiera sido empapelado. Convertido en el Robespierre del siglo XXI sabe que, tras la muerte de Kiarostami, le toca sobrellevar el honor y el pesar de ser uno de los últimos cineastas no domesticados del siglo XX. Sabedor de que le ha tocado un tiempo crepuscular, aferrado a la identidad de una puesta en escena que se hace reconocible en todos y en cada uno de sus planos, su cine es cine fiel a sí mismo.
Si comparamos las adaptaciones que Welles, Polanski, Kurzel o incluso Kurosawa hicieron de Macbeth, veremos que, con ser todas ellas sensiblemente diferentes, todas supieron reflejar el universo de cada director al tiempo que respetaron la partitura original de la que bebía su relato. Dicho de otra manera: ¿Podría pretender un Hamlet que culminase su relato en boda con Ofelia tras descubrir que la muerte de su padre fue accidental, que es un auténtico Hamlet por más que recree la escena de la calavera?
Lo que vivió Europa entre los años 30 y 40 del pasado siglo fue un infierno del que no cesan de aflorar sus espantosas miserias. En ese reparto entre culpables y víctimas, 70 años después de los hechos, se impone poco a poco una reescritura de los delitos y faltas de poderes, ciudadanos y familias más allá del juego perverso de asumir y aceptar que la historia la escribe quien la gana.
De nombre hispano, origen chileno y nacionalidad sueca, Daniel Espinosa luce una trayectoria solvente, correcta, profesional. Su cine no provoca estremecimientos ni algarabías, ni ha merecido -todavía- grandes reconocimientos. No obstante su diestra eficacia lo avala como un director competente. Y esa rigurosa adecuación a lo que le exige el material de partida es lo que demuestra Life, una extraña y oscura película que, con un argumento que provoca un déjà vu, configura un relato intenso, claustrofóbico, distópico y amenazador.