Pedirle a Álex de la Iglesia un cine de equilibrio y cálculo, de serenidad y estrategia, es reclamar lo imposible, Ese cine no sería suyo. Al director de El día de la bestia y de Acción mutante lo que hay que demandarle, lo único que resulta pertinente esperar de él si de verdad interesa su universo interior, es coherencia, desvergüenza para ir hasta el final de sus planteamientos y fuerza para no desmoronarse ante el enorme castillo de naipes que representa cada uno de sus nuevos proyectos.
El estreno de La bella y la bestia se produce en medio de datos incontestables sobre la buena estrella de Disney. Sostenido por dos columnas ajenas, Pixar y Marvel, el estudio más inequívocamente yanqui de todos, convierte en dólares todo lo que toca. Pero no solo es la ayuda exterior la que mantiene al alza las acciones de Disney, también su historia anterior viene a sumarse a esa felicidad de hambre insaciable, de éxito ininterrumpido a fuerza, eso sí, de esforzarse por cumplir el primer fundamento del fundador: los adultos solo son niños que han crecido.
Guédiguian encabeza un cine europeo de querencias izquierdistas y vocación beligerante. Proviene de las cenizas del 68 y sabe del final del eurocomunismo. Se ha hecho mayor en una sociedad que cambió la lucha de clases por el iPhone y la Play Station. Pero, como otros muchos, continúa interrogándose por la posibilidad de un mundo mejor.