Hubo un tiempo en el que el cine de Atom Egoyan era sinónimo de estremecimiento. En aquellos años, final de los 80 y buena parte de los 90, este canadiense de origen armenio, revelaba radiografías terribles de la sociedad de nuestro tiempo. Mostraba heridas de luz en cuyo núcleo duro depositaba la semilla de un cuento tradicional. Por ejemplo, el flautista de Hamelin alentaba la temible fábula sobre el dolor y el remordimiento que articulaba El dulce porvenir (1997) y Caperucita Roja se convertía en una joven embarazada abandonada por un novio soldado en ejército hostil en El viaje de Felicia (1999).

Como su título connota, La habitación evoca en sí misma algo cerrado, ese espacio entre paredes que protege pero también encierra. Y, en consecuencia, esa sensación de melancólica claustrofobia se dispara cuando se sabe que su argumento gira en torno a los largos años de cautiverio de una joven secuestrada. Su relato podría haber salido de cualquier página macabra de sucesos.

Al igual que la Isabel Coixet de Mapa de los sonidos de Tokio (2009), que se perdió en el mercado de pescado de la capital japonesa; de la misma manera que la Sofía Coppola de Lost in Translation, perpleja en los extrañamientos de superioridad que el estadounidense medio siente con respecto a Asia, El bosque de los suicidios incurre en el mismo pecado de soberbia. Es decir, trata de conjugar los signos de una cultura que solo conoce de oídas.