Poco después del principio y, luego, algo más tarde, cuando el nudo argumental ya comienza a presentirse, Brooklyn hace directa referencia a dos películas. Una, la primera, es El hombre tranquilo, la obra con la que John Ford homenajeó a Irlanda y levantó con ella un monumento al regreso del emigrante herido. La otra, Cantando bajo la lluvia -la madre de todos los musicales, surgida del entendimiento entre Stanley Donen y Gene Kelly-, es un acto de fe en la vida, una película de esas que hacen cine grande dentro del cine eterno.
Se nos había olvidado que hay dos tipos de películas Coen. Esa lección se formuló poco después de su debut con Sangre fácil. Exactamente, dos años después, cuando presentaron su segundo largometraje, Arizona Baby. Desde entonces y durante los primeros años, cada nuevo estreno de los Coen, era recibido con temor. Si había noticias de que la cosa iba en serio, de que se adentraban en el género noir, o que al menos no buscaban hacer reir, se sabía que el filme merecería la pena.
Ajena a la cartelera del cine comercial, la cinematografía colombiana, salvo por algunos títulos (La estrategia del caracol, La vendedora de rosas,…), no ha existido entre nosotros porque, tampoco prácticamente existía en su país de origen cuya producción durante los años de coca y plomo fue cercana a cero. Por eso, la presencia inclasificable y radical de El abrazo de la serpiente abre un universo subyugante.
Desde el mismo arranque se sabe que Deadpool no va a hacer trampas. En ella no hay cartas escondidas. Todo es lo que se ve, y lo que se ve es una resabiada mezcla de humor grotesco y acción. O sea, sal gruesa con sabrosos tropiezos y mucha desvergüenza. Hay que reírse; quiere que nos riamos. Para ello retuerce el modelo consagrado en los últimos tiempos, el de los pliegues oscuros de superhéroes atormentados. Arremete contra esa narrativa hecha de metafísica simbólica y angustia política a lo Christopher Nolan.
Cada día se suceden las malas noticias sobre la precariedad de los derechos humanos en un Irán de cabezas nucleares y pies de barro. Se nos da cuenta de cineastas represaliados, de películas prohibidas y condenas desproporcionadas por ejercer la crítica y la libertad de expresión. Por eso sorprende gratamente enfrentarse a Nahid, la película de Ida Panahandeh, una directora iraní en un país en el que todos, pero en especial las mujeres, saben del horror de la desigualdad y la intolerancia.
El nombre de Byron Howard, tal vez no despierte los mismos entusiasmos que provocan John Lasseter (por cierto productor de Zootropolis) y Hayao Miyazaki pero, no lo duden, estamos ante uno de los directores de animación más notable de los últimos tiempos. Bastaría con recordar que su mano y su mirada forjaron filmes como Bolt (2008) y Enredados (2010), donde figuraba como co-director, para entender el por qué de la alta eficacia y notable calidad de esta película, menos (in)ofensiva de lo que creen. Para llegar a dirigir en solitario como ahora hace, Howard (1968), lleva veinte años en la industria de la animación.
En La ley del mercado nos espera la recreación de un hundimiento. En ese naufragio se escenifica la pérdida de dignidad del ciudadano europeo enfrentado a un tiempo de crisis. Edificada sobre una estructura limpia y simple de planos-secuencia, como si fueran capítulos, se adivina en su principal y casi único personaje un progresivo desmoronamiento, una especie de disolución. Cada minuto, una nueva humillación emerge y hace que Thierry (excelente Vincent Lindon) se vea zarandeado por la necesidad de sobrevivir laboralmente.
Este año, Hollywood, en un claro gesto de regresión y falta de sensibilidad, ha vuelto a sus orígenes de dominio endogámico blanco. Ningún profesional de piel negra podrá aspirar al Oscar. A desconsideración tan lamentable ha respondido buena parte de los profesionales negros diciendo que este año no irán a una fiesta que les ningunea. Entre los muchos y notables actores que podrían haber sido nominados, hay dos muy significativos. Uno, Samuel L. Jackson, alma y fundamento del filme de Tarantino, Los odiosos ocho.
La sinopsis de Eva no duerme insinúa una espléndida idea narrativa, una amarga reflexión en torno a un cadáver convertido en símbolo y, como todos los símbolos, reducido a objeto de veneración y culto por sus feligreses o sometido a acciones de ultraje y latrocinio por sus adversarios. Esta mascarada de ensayo metahistórico con el cuerpo presente de Eva Perón, uno de esos personajes que emblematizan un tiempo, un país y una manera de vivir y sobrevivir, se articula en diferentes tonos. Se conforma como un monstruo de Frankenstein, con restos de géneros, de naturalezas y de talentos muy distintos.
Vamos, vamos… ¿a dónde? Si tuviéramos que resumir en qué consistió la ceremonia de la trigésima edición de los premios Goya, podría decirse que fue algo […]