Un análisis al argumento de El niño y la bestia sugiere, al menos, cuatro niveles en su entramado. Pero, en su interior, esas cuatro capas de significación, al fundirse entre sí, dotan al conjunto de un sofisticado y sobrecargado relato de relatos no fácil de discernir y nunca culpable de incurrir en perfiles maniqueos. Comencemos por la apertura. El filme transcurre entre dos mundos, dos universos unidos por una pequeña brecha que hace posible, de manera extraordinaria, (tras)pasar de un lado a otro.

Desde los carteles que le preceden, todo en Cegados por el sol, clama y reclama su denominación de origen. La elección del reparto siempre significa, pero aquí, en el casting descansa su sentido. Unir en el mismo plano a Ralph Fiennes con Tilda Swinton es una declaración de guerra. Si el cuadrilátero se cierra con el escurridizo Matthias Schoenaerts y la siempre perturbadora Dakota Johnson, el resto parece tan sencillo como encontrar un buen argumento.

Maíllo en Toro parece coincidir con algunos precedentes del cine español de los últimos años; ese que ya sin complejos ni memorias por reivindicar está más pendiente de Hitchcock y los Coen que de Buñuel o Berlanga. Maíllo, como antes el Agustín Díaz Yanes de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto y el Enrique Urbizu de No habrá paz para los malvados, se sumerge en la oscura cartografía del género negro español.

La vida de Trumbo, las anécdotas, vicisitudes y personas que le acompañaron, tal vez sean como las que cuenta esta película pero esta película carece de la esencia de lo que Trumbo fue y de lo que su figura significa. Guionista de éxito, novelista de talento, autor de libretos tan incontestables y heterogéneos entre sí como Vacaciones en Roma, Espartaco y Papillón, Dalton Trumbo fue la voz y el rostro más visible de los llamados “diez de Hollywood”, un puñado de víctimas de una lamentable caza de brujas ejercida por y en EE.UU. hace apenas medio siglo.

El título de Mi amor, con la “r” marcada en un color distinto de manera que se sugieren dos significados, dueño y persona querida, ofrece una excelente (re)interpretación del título original que, traducido literalmente, sería Mi rey. De hecho, ese juego desvela lúcidamente lo que en este filme nos aguarda. Estamos ante una historia común cuya mayor virtud reside en los matices, en el tempo, en los rasgos personales que sus dos principales protagonistas sean capaces de (a)portar.

Nada hay ilegítimo en la práctica del remake. Al contrario, en el hecho de volver a contar una historia ya conocida, pueden darse la mano un montón de virtudes. Por eso mismo, la historia del cine ofrece entre sus logros más celebrados acciones de diferentes cineastas que no temieron enfrentarse a relatos ya ofrecidos por otros.

Hay algo más que ironía cuando, con el plano de apertura, la voz del narrador, que luego sabremos pertenece a Igor, avisa de que estamos ante una historia conocida. Tiene razón. Toda persona que se dispone a ver un filme titulado Victor Frankenstein algo sabe (y algo prevé) respecto a su argumento. Por otra parte, en la ficha técnica, su guionista no duda en reconocer la inspiración a quien fue su creadora, Mary Shelley; pero también en esto, como en todo lo anterior, nada es exactamente lo que parece, nada se ajusta al pie de la letra.

Julieta, pese a sospechosas defensas encendidas desde la amistad, certifica que el talento de Pedro Almodóvar emite señales de hipotermia. Su arquetípico cine (mal)vive en horas blandas. Se observa una preocupante anemia narrativa en el autor que mejor radiografió la España de la transición. Y eso ocurre justo cuando el milagro de los 80 huele a truco de feria. Ahora que la movida (a)parece helada y que el contrapeso de la ruralidad manchega de unas raíces fosilizadas no (con)mueve nada, Almodóvar no corre como antaño; ahora apenas anda.

Arrasó en Sitges donde fue aclamada como mejor película de la edición 2015. Un galardón que le viene un poco grande pese a que, nadie le discute, su efectiva solidez y la gran habilidad de obtener un rendimiento muy superior al que le habita en su material de partida. En el Festival de Sitges, donde confluyen las propuestas más radicales, las más extrañas y más arriesgadas del cine contemporáneo “fantástico” suele ser habitual que, en su palmarés, se impongan pequeñas pero efectivas propuestas en una decisión siempre conservadora.

Convertido en libro de iniciación, la célebre entrevista que a lo largo de seis días sostuvo el joven Truffaut con el veterano Hitchcock representa un lugar común para los aspirantes a director; una suerte de texto sagrado. En El cine según Hitchcock, Truffaut, película a película (re)hizo el camino del cineasta británico en busca de la clave de su estilo. El francés preguntaba, el inglés aceptaba el juego. A veces, también él contraatacaba a su modo.