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Días de miedo, furia y alcohol

foto-leviathanTítulo Original: LEVIATHAN  Dirección: Andrey Zvyagintsev Guión: Oleg Negin, Andrey Zvyagintsev Intérpretes: Aleksei Serebryakov, Roman Madyanov, Vladimir Vdovichenkov, Elena Lyadova, Sergey Pokhodaev País: Rusia. 2014 Duración: 141 minutos  ESTRENO: Diciembre 2014

La prosa cinematográfica de Andrey Zvyagintsev es limpia, austera, precisa. Pura orfebrería emocional hecha de rigor y dolor. Con ella se balancea la herida siempre abierta de eso que se ha dado en llamar el alma rusa. Algo difícil de perfilar porque se trata de un concepto complicado de definir. Algo que, cuando emerge en una obra artística, da igual que sea literaria, audiovisual, teatral o plástica, impone la evidencia de una naturaleza incuestionable. Se trata de un estadio, el del alma rusa, que se alcanza a mostrar pero que resulta arduo de demostrar. Y como ocurre con las cuestiones que se reconocen como primigenias, por más que en ella se destilen los estilemas de una cultura y de una tradición territorialmente concreta y reconocida, sus consecuencias se perciben universales.
Dicho de otro modo, Leviatán es un filme cien por cien ruso. Todo en él reclama su origen, todo en él se debe a su relato particular. Pero todo en esta incursión en la corrupción y la injusticia, todo en este descenso hacia la condición humana y la ambición, podría aplicarse a nuestra realidad inmediata. Bastaría con cambiar algunos iconos, bastaría con poner casullas católicas allí donde se pasean mitras ortodoxas, bastaría con cambiar el retrato de Putin por la fotografía de Rajoy para sentir que no hay diferencia alguna. El humor reclama matices culturales; el horror, los borra.
Zvyagintsev , autor de obras ejemplares y ejemplarizantes como El regreso y Elena, da aquí otro recital de cine monumental, de cine crepuscular en un tiempo en el que la mitad de la población siente pánico de las utopías y la otra mitad se siente sepultada por una distopía de tiempo presente y futuro incierto auspiciada por un status quo incapaz de convocar un horizonte de esperanza.
Como su nombre sugiere, Leviatán se debe a lo monstruoso, al empeño devorador de una sociedad asfixiada por la mediocridad, la violencia y la injusticia.
El final del siglo XX tuvo -todavía siguen por fortuna en activo- dos enormes cronistas, dos lúcidos cineastas: Kaurismaki y Kiarostami. Ninguno como ellos ha sabido radiografiar y emblematizar tan certeramente el signo del tiempo en el que alcanzaron su madurez. Descendían de maestros como Rossellini, Antonioni y Bergman.
Ahora, el arranque del siglo XXI, tiene en Zvyagintsev y en Jia Zhangke dos artistas del desmoronamiento moral en una época de pensamiento débil y ética líquida. A diferencia del último Jia Zhang-ke, el de Un toque de violencia, puro desparrame de sangre y odio, el protagonista de Leviatán controla su ira, sujeta su desesperación en litros de vodka y humillación. Lo que les une a ambos casos, es el contexto que los acompaña; un entorno social cuyo estado de derecho se deshace por su anémica realidad, por la ausencia de Ley.
Leviatán abunda en situaciones abiertas y en gestos ambiguos. El puñado de personajes que constituye su trama argumental ofrece un abanico de matices nada maquiavélicos, nada evidentes. Por el contrario, analizar en profundidad el filme llevaría a diseccionar exhaustivamente cada uno de sus personajes, porque estos nunca son exactamente lo que parecen. No hay intersticios sin doble fondo ni acciones sin fuera de campo. Más allá de lo que vemos grita lo que intuimos, lo que daría luz plena a algo que se mueve sin parecerlo. Con el alba arranca el filme; con el ocaso se clausura. Entre ambos momentos transcurre una coreografía de cristal sobre la que se levanta uno de los mejores filmes del año.

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