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Una metaburrada
Título Original: TRANSFORMERS 4: AGE OF EXTINCTION Dirección: Michael Bay Guion: Ehren Kruger; basado en las figuras de Hasbro Intérpretes: Mark Wahlberg, Nicola Peltz, Jack Reynor, Stanley Tucci, Kelsey Grammer, Sophia Myles, Li Bingbing y T.J. Miller País: USA. 2014 Duración: 165 min. ESTRENO: Agosto 2014
Desde que en 1998 firmara Dos policías rebeldes, Michael Bay se ha convertido en algo así como el director del verano; el hombre que cada año se encarga de realizar el más difícil todavía. Su trayectoria no tiene desperdicio: La Roca (1996), Armageddon (1998), Pearl Harbor (2001), Dos policías rebeldes 2 (2003) y La Isla (2005). Aventura y catástrofe; pirotecnia y músculo, caras bonitas y diálogos escasos, eran los ingredientes de la fórmula del rey de los blockbuster, el Midas del mainstream. ¿Malo? No, simple y repetitivo. Pero entonces llegó Transformers (2007) y con el incomprensible mix de chapa de lujo automovilístico con robots gigantes de origen alienígena, Bay logró el éxtasis. Ese éxito que nunca falla. La sublimación de la vacuidad y, con ella, el desafío a la regla de la mínima originalidad exigible.
Estamos ante la cuarta entrega de Transformers, una franquicia de origen japonés que se ha convertido en un epítome sin desarrollo; en un relato carente de sustancia avalado por los grandes mercaderes del Hollywood actual: Spielberg y Cameron. Casi tres horas de ruido y furia envuelven su vacío. Casi tres horas de una reiteración absoluta convertida en el símbolo de la decadencia de sus valedores. Porque sin duda es lícito preguntarse cómo es posible que Michael Bay, una suerte de Georgie Dann del cine de pop corn y bebida de Cola, disponga de tanto dinero para transformarlo en chatarra. En este caso, en chatarra jurásica; única originalidad de un entramado financiero que pone sus zarpas en China y cuyas ideas se agotaron hace treinta años. Lo triste y paradójico es que Bay disponga a su antojo de tan buenos profesionales y tanto dinero para deshacer la nada. Es como si al citado Georgie Dann le hubiese acompañado la Orquesta Sinfónica de Berlín. O sea, un desperdicio; una (meta)burrada.
Estamos ante la cuarta entrega de Transformers, una franquicia de origen japonés que se ha convertido en un epítome sin desarrollo; en un relato carente de sustancia avalado por los grandes mercaderes del Hollywood actual: Spielberg y Cameron. Casi tres horas de ruido y furia envuelven su vacío. Casi tres horas de una reiteración absoluta convertida en el símbolo de la decadencia de sus valedores. Porque sin duda es lícito preguntarse cómo es posible que Michael Bay, una suerte de Georgie Dann del cine de pop corn y bebida de Cola, disponga de tanto dinero para transformarlo en chatarra. En este caso, en chatarra jurásica; única originalidad de un entramado financiero que pone sus zarpas en China y cuyas ideas se agotaron hace treinta años. Lo triste y paradójico es que Bay disponga a su antojo de tan buenos profesionales y tanto dinero para deshacer la nada. Es como si al citado Georgie Dann le hubiese acompañado la Orquesta Sinfónica de Berlín. O sea, un desperdicio; una (meta)burrada.