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Narciso se fue a la guerra…
Título Original: TUSEN GANGER GOD NATT / A THOUSAND TIMES GOODNIGHT Dirección: Erik Poppe Guión: Erik Poppe y Harald Rosenløw-Eeg Intérpretes: Juliette Binoche, Nikolaj Coster-Waldau, Maria Doyle Kennedy y Larry Mullen Jr Nacionalidad:Noruega, Suecia, Irlanda. 2013 Duración: 111 minutos ESTRENO: Agosto 2014
Mil veces buenas noches comienza y termina en idéntico escenario, Kabul, aunque con una sustancial diferencia. En uno y otro caso, ese ritual por el que dos bombas humanas proceden a cargarse de explosivos para morir matando, es recogido con muy diferente actitud por la misma reportera (Juliette Binoche) en un proceso del que cabría debatir hasta qué punto la presunta objetividad de la cámara inmuniza a quien la maneja de las consecuencias del acto que está captando. Es un tema que ahora resulta retorcidamente oportuno. Pero minutos después de la impactante escena de apertura, se hace evidente que lo que al filme le interesa no es adentrarse en la muga de la violencia de los intereses políticos y, ni siquiera, en los meandros psicológicos de quienes retratan el horror, sino en el conflicto personal de las demandas de sus familias ubicadas a miles de kilómetros del lugar de la “cosa”, lejos del hogar del terror.
Su realizador, Erik Poppe, un veterano fotógrafo noruego que fue reportero antes que publicista, y publicista antes que director, no oculta que alberga con este filme la sensación de que en él se proyectan heridas de sí mismo. Seguramente dice verdad, y no hay motivo alguno para desconfiar de su propia biografía. Pero es de temer que ese peso de lo personal se proyecta en el filme de un modo asfixiante, como un Narciso que se mira a sí mismo. Además de esos recuerdos de guerra, de esas miradas al corazón de los cien ojos del infierno que el mundo abre en todos y cada uno de los tiempos, Poppe muestra el problema personal de esos fotógrafos de guerra que están allí por voluntad propia, para angustia de sus familiares y para perplejidad de quienes no entienden por qué se juegan la vida en conflictos ajenos.
La pregunta no halla respuesta, tampoco hay indicios de que a Poppe le interese ahondar en las claves de quienes mueven los hilos de las marionetas de muerte que bailan en esos escenarios que sirvieron para labrar su curriculum. En su lugar, frente al testigo de guerra se impone el publicista de estudio. Porque hay más de Bennetton que de Magnum, el tono final que adquiere el filme se desequilibra más pendiente de la belleza formal y el uso y abuso de velos y luces difuminadas, que de los desgarros del holocausto de Kenia o Afghanistan.
Hay más épica que ética y más melodrama que ensayo político. Y, sobre todo, hay mucho convencionalismo, mucha almíbar y poco rigor. En ese castillo que se desmorona conforme avanza el metraje, solo Juliette Binoche resplandece, solo ella parece interesada en mostrar algo sólido. Pero ni los diálogos, ni los personajes, ni el tratamiento fotográfico ni, por supuesto, el guión, están de su parte. Todos están al lado de este director que comete el más lamentable de los errores: la autocomplacencia. Doblemente penosa porque lo hace tomando en vano el rostro ulcerado de quienes se llevan la peor parte de este mundo.
Su realizador, Erik Poppe, un veterano fotógrafo noruego que fue reportero antes que publicista, y publicista antes que director, no oculta que alberga con este filme la sensación de que en él se proyectan heridas de sí mismo. Seguramente dice verdad, y no hay motivo alguno para desconfiar de su propia biografía. Pero es de temer que ese peso de lo personal se proyecta en el filme de un modo asfixiante, como un Narciso que se mira a sí mismo. Además de esos recuerdos de guerra, de esas miradas al corazón de los cien ojos del infierno que el mundo abre en todos y cada uno de los tiempos, Poppe muestra el problema personal de esos fotógrafos de guerra que están allí por voluntad propia, para angustia de sus familiares y para perplejidad de quienes no entienden por qué se juegan la vida en conflictos ajenos.
La pregunta no halla respuesta, tampoco hay indicios de que a Poppe le interese ahondar en las claves de quienes mueven los hilos de las marionetas de muerte que bailan en esos escenarios que sirvieron para labrar su curriculum. En su lugar, frente al testigo de guerra se impone el publicista de estudio. Porque hay más de Bennetton que de Magnum, el tono final que adquiere el filme se desequilibra más pendiente de la belleza formal y el uso y abuso de velos y luces difuminadas, que de los desgarros del holocausto de Kenia o Afghanistan.
Hay más épica que ética y más melodrama que ensayo político. Y, sobre todo, hay mucho convencionalismo, mucha almíbar y poco rigor. En ese castillo que se desmorona conforme avanza el metraje, solo Juliette Binoche resplandece, solo ella parece interesada en mostrar algo sólido. Pero ni los diálogos, ni los personajes, ni el tratamiento fotográfico ni, por supuesto, el guión, están de su parte. Todos están al lado de este director que comete el más lamentable de los errores: la autocomplacencia. Doblemente penosa porque lo hace tomando en vano el rostro ulcerado de quienes se llevan la peor parte de este mundo.