Paisaje tras el naufragio de la movida madrileña
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Título Original:Título Original: TODOS ESTÁN MUERTOS Dirección y guión: Beatriz Sanchís Intérpretes: Elena Anaya, Angélica Aragón, Nahuel Pérez Biscayart, Cristian Bernal, Patrick Criado y Patricia Reyes Spíndola Nacionalidad: España. 2013 Duración: 89 minutos ESTRENO: Mayo 2014
 
La acción nos la ubica su directora y guionista en el año 1996. Pero las causas de la situación que trata Todos están muertos tuvieron lugar algunos años antes, en el marco de lo que no cuesta trabajo asociar a la llamada “movida madrileña”. En los años de aquella explosión de pop cañí, voracidad sexual y delirio psicodélico, Beatriz Sanchís, valenciana de nacimiento, era una niña. Sin duda, en cuanto niña, devoró todo con una curiosidad idealizadora. Ahora, cuando la directora y guionista, tras cuatro cortometrajes y algunas piezas de video-arte, debuta en el largometraje, introduce en él buena parte de aquellas sensaciones que, al parecer, todavía habitan en los recovecos embellecidos de su memoria. Esa memoria, en cuanto motor argumental, y la construcción de un personaje, concebido como un regalo, para su actriz protagonista, Elena Anaya, son los ejes cartesianos sobre los que se dibuja una espiral que rinde culto, como se suele hacer en las primeras películas, al universo personal de su autora. Bien sea porque  Elena Anaya realizó uno de sus mejores trabajos con Almodóvar, La piel que habito, bien porque el manchego fue pieza emblemática de esa “movida”, Todos están muertos desarrolla un ritual fervoroso en torno a la música, al malditismo y al aislamiento de una superviviente, estrella caída de aquella quimera a la que el sida puso un criminal desenlace, que costó miles de víctimas. La película no habla de eso, aunque la muerte, como señala su título, muerde a buena parte de sus personajes. La película crece sobre el recuerdo de un joven adolescente de sexualidad sin definir, hijo de una luminaria del rock que vive un exilio interior mortificada por un accidente que trastocó su vida. El filme, con valentía inesperada en la cinematografía española, cruza bien lo fantástico con el costumbrismo, la ensoñación con el melodrama. Como toda película española que se precie, se arrastra cuando llega el tiempo de la elipsis y cuando, felizmente se atreve a usarla para evitar la chapuza, reitera poco después lo que ya sabe, muestra lo que ya no hacía falta. Titubeos como estos son los que denotan la falta de oficio de una realizadora que, sin embargo, a fuerza de evitar la impostura consigue en algunas fases transmitir una sugerente sensación de emoción sincera. Hay una ausencia de resabios, un rubor sentimental que consigue hacer perdonables algunos ripios del guión. Como se puede imaginar quien no haya visto la película y como bien saben quienes ya han sabido de ella, el filme, abunda sin máscara alguna en ecos del citado Almodóvar, de Trueba, Colomo y Zulueta, y no teme recurrir a referencias más o menos literales a grupos como Parálisis Permanente, Nacha Pop y sobre todo Alaska y Dinarama. Esto último es tan evidente que bautizar como Groelandia el grupo del que formaba parte la cantante que interpreta  Elena Anaya, solo es sostenible desde una ingenuidad extrema. Pero es que Todos están muertos se mantiene en pie y se hace respetar precisamente por eso mismo. Porque su autora se conduce con una falta de afectación desarmante. Con ella y por ella,  Elena Anaya compone un personaje conmovedor en su encierro interior y frágil en su desequilibrio de gran melodrama. Porque esa es la naturaleza de este filme, un folletín de dos caras: una habla de muerte y se reconcilia con el pasado, la otra, apuesta por la redención y la vida.
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