Con la escritura de Zweig como melodía y pretexto y con reflejos de su zozobra personal como leit motiv, “The Royal Game” se impone como un demoledor relato sobre la anulación de la cordura a través de la tortura. La historia está localizada en el final de los años 30, en el tiempo de la ascensión del nazismo en Austria, pero sus sombras y la manera en la que éstas se proyectan hoy, la hacen muy pertinente.

El caso de Rodrigo Cortés merece una atención especial. Especial es que, siendo todavía un adolescente, mientras el resto de la clase memorizaba las alineaciones de los equipos de fútbol, él filmaba sus dos primeros cortometrajes titulados “El descomedido y espantoso caso del victimario de Salamanca” y “Siete escenas de la vida de un insecto”, éste último bajo el influjo de Kafka.

Ignoro si Spielberg ha dicho públicamente algo respecto a “Jojo Rabbit” pero, conocida su incomodidad ante “La vida es bella” de Roberto Benigni, lo más probable es que el neozelandés Waititi no reciba ningún apoyo del universo Dreamworks en la próxima ceremonia del Oscar.

Desde el primer instante, el arte parece ser el tema, el núcleo duro de un filme que ambiciona mucho y que por mucho abarcar termina por quedarse con muy poca sustancia. Hay directores que aciertan tanto y de manera tan contundente con una película, que ese logro termina por arruinar sus trayectorias.

Si se toman la molestia de acudir a las fuentes originarias, observarán que todo lo que aquí se cuenta, extraído del libro de Deborah Lipstadt, tiene sus pies manchados por el barro de lo real. Reales, en cuanto existentes, son los principales personajes de este duelo en torno a la existencia de los campos de exterminio programados por los jerarcas nazis y la ridícula obsesión de negar que existieron.

Entre las declaraciones de Oliver Hirschbiegel, director de este filme y autor consagrado por El hundimiento (2004), hay una referencia que se repite con frecuencia. Y de todos modos, aunque él no lo explicitara, la visión de sus películas también lo sugiere. El cine de Oliver Hirschbiegel (a)parece obsesionado con descifrar las claves del nazismo. Se diría que el cineasta alemán se ha empeñado en descifrar el enigma de ese comportamiento criminal y colectivo que implantó en Alemania la ignominia y el miedo.

Hubo un tiempo en el que el cine de Atom Egoyan era sinónimo de estremecimiento. En aquellos años, final de los 80 y buena parte de los 90, este canadiense de origen armenio, revelaba radiografías terribles de la sociedad de nuestro tiempo. Mostraba heridas de luz en cuyo núcleo duro depositaba la semilla de un cuento tradicional. Por ejemplo, el flautista de Hamelin alentaba la temible fábula sobre el dolor y el remordimiento que articulaba El dulce porvenir (1997) y Caperucita Roja se convertía en una joven embarazada abandonada por un novio soldado en ejército hostil en El viaje de Felicia (1999).