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Parafraseando a McLuhan, cabría decir que, con Wes Anderson, el estilo es el mensaje. Y si continuamos con ello, se podría aceptar que aquel error tipográfico que tuvieron los editores de McLuhan al confundir mensaje con masaje, cobra de nuevo un sentido esclarecedor al percibir la sensación de que, en efecto, en “Asteroid City” el mensaje no es sino un masaje de cromatismo feliz, pesadillas tan absurdas como desgarradoras y un desfile de estrellas que juega a deslumbrar al público con el nuevo disparate onírico de Wes Anderson.

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Se ha recibido a “El maestro jardinero” como la entrega final de una trilogía formada junto con “El reverendo” (2017) y “El contador de cartas” (2021). Se olvidan de que Paul Schrader permanece siempre encadenado a sí mismo, siempre atravesado por la misma angustia. Su cine parece un rosario que cuenta a cuenta, recita la misma letanía: un lamento epifánico sobre la redención y la culpa.

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Una lectura rápida al cuento original de Andersen nos descubre un relato complejo, terrible y aleccionador. Dos horas largas del filme de Rob Marshall inspirado en el cuento de Andersen, nos aportan un fútil, previsible y aburrido constructo que se mantiene a flote por sus efectos especiales y por la presencia de una Halle Bailey que merecería haber dado con un verdadero cineasta, no con un coreógrafo.

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Luego aclararemos si “Beau” tiene miedo y a qué,  pero de entrada se constata que de lo que podría carecer su director, Ari Aster (Nueva York, 1986),  es de sentido de la medida. Se ha tildado su última obra con argumento tan irrefutables como autocomplacidos, de descomunal, hiperbólica, exagerada, desproporcionada, pomposa y retumbante.

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La sombra de Hitchcock se cierne sobre un filme extraño si por extraño se significa aquello que nos resulta raro y/o ajeno. Así, el filme protagonizado por Maika Monroe ha sido promovido bajo pabellón estadounidense pero su factura formal, su arco cromático y la geometría inquietante del imperio de los Ceaușescu le confieren al relato un aire europeo, decadente, transilvánico.

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Laura Poitras (Boston, 1964) ha cultivado una filmografía estimable. Óscar al mejor documental de 2014 por “Citizenfour”, su trayectoria evidencia que Poitras no teme adentrarse en pantanos sociales que ponen en un brete la historia oficial y los poderes establecidos. El terrorismo, la gentrificación, la vigilancia global, el abuso del poder…, han alimentado algunos de sus documentales.

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Si en un relato cinematográfico aparece un arma en algún momento de su comienzo, no hay duda de que al final será disparada. Esa ley sin proclama se cumple a rajatabla en “El hijo”. Y en cuanto se cumple, ratifica lo peor que el filme de Florian Zeller representa: una ortopedia argumental y una sensación de falta de originalidad en la dirección.