Periodista antes que realizador, Daniel Monzón desembarcó en el cine tras un recorrido reconocible como crítico de la revista Fotogramas. La redacción decana de la prensa cinematográfica catalana -que no pasa por un buen momento- le vio nacer.
Hace 14 años Inés París y Daniela Fejerman irrumpían en el panorama del cine español con una comedia de probada eficacia y buen ritmo. Había algo insólito y prometedor en aquel A mi madre le gustan las mujeres. Desde la propia naturaleza de la dirección, dos mujeres al unísono, el otro caso paradigmático sería el de Maitena Muruzábal y Candela Figueira; al hecho de adentrarse en un género, el de la comedia en el que muchos lo intentan y pocos lo logran.
Desde el primer toque, las cosas están claras. Tras los tres primeros chistes que provocan hilaridad en la sala, las cartas se ponen boca arriba y la sombra de Aterriza como puedas (1980) pide pista. Su irreverente tono humorístico señala el camino. No es casualidad que el oficio del padre de familia de esta disparatada comedia llena de sobreentendidos y más yanqui que la hamburguesa de McDonald sea piloto de avión en una línea de low cost.
Más cerca del hacer de Roman Polanski en El baile de los vampiros (1967) que del caricaturizar de El jovencito Frankenstein (1974) de Mel Brooks, este atípico falso documental neozelandés representa una de esas extrañas locuras cinematográficas que suelen ser recordadas a través del tiempo; son piezas que se disfrutan más cuando se evoca su contenido, que en el momento de ser vistas.
Así como los accidentes de circulación suponen la mayor intromisión del azar y la muerte en las acomodadas existencias de la clase media de la sociedad del bienestar; la boda y su ritual, parece ser el gran evento, ese pequeño y fugaz fogonazo de glamour para esas vidas comprometidas con una rutina sin sobresaltos. Convertido en un subgénero, el número de películas que gira en torno a una boda crece cada momento.
Convertida en un éxito de taquilla sin precedentes en su país de origen, Argentina, la devoción que el público le ha dedicado, las pasiones que levanta, sólo serían comparables al fenómeno que aquí desató Ocho apellidos vascos. En ambos casos se impone una evidencia: hay una irreprimible necesidad de reir. Tenemos hambre de carcajadas.