Barry Levinson ha cumplido 81 años, posee una trayectoria solvente y en los años 80, su cine lo señalaba como uno de los autores norteamericanos más vertebrales de ese tiempo crepuscular en el que Hollywood dio un giro suicida hacia la infantilización de sus películas.
Ante la presentación de “Creed I” se hacía evidente la plasmación del paso del tiempo. Era la séptima entrega de la llamemos saga “Rocky”. Habían pasado cuarenta años desde que se empezó a filmar la historia de un boxeador de serie B al que una oportunidad le colocó en la cima del mundo pugilístico.
Poco más de cinco millones de habitantes pueblan Finlandia. Menos de cuatrocientos mil sostienen Islandia. Ambas se proclaman como tierras de hielo… y cine, si se repasan los últimos éxitos que vienen del norte de Europa. Si el año anterior tres películas, Sparrows, Ram y Corazón gigante demostraron que en Islandia existe el buen cine, ahora, desde la patria de Kaurismäki, desembarca un filme peculiar y extraño. Juho Kuosmanen, su director, opta por un blanco y negro limpio.
Rocky 7, como se conoce familiarmente la última entrega de Silvester Stallone en la piel de Balboa, parece cerrar el círculo de la vida haciendo suyo un volver a empezar. Lo que emerge en esta obra crepuscular es lo que se formulaba en la primera entrega de Rocky, aquella con la que Stallone se ancló a un personaje que no le ha abandonado jamás. Un argumento tópico y un guión simple es cuanto necesita este filme para reiterarse en un proceso que gira en torno a la épica del perdedor capaz de sublimar su destino.