Desde el primer fotograma, La chica danesa muestra las cartas bocarriba. Tras dos títulos tan deslumbrantes y exitosos como fueron El discurso del Rey (2010) y Los miserables (2012), Tom Hooper se ha atrevido con una singular historia; uno de esos episodios extremos que podría enfangarse entre el sensacionalismo y la impostura. El guión ha sido escrito a partir de la novela de David Ebershoff quien a su vez se sirvió de los diarios íntimos de Lili Elba (Einar Wegener) que es recordada por ser una de las primeras personas con cierta proyección pública que se sometió a una operación de cambio de sexo.

De haberlo vivido, Stefan Zweig no lo hubiera dudado. Steven Jobs habría tenido un capítulo propio dentro de su imprescindible relato titulado Momentos estelares de la humanidad. Sin duda la contribución de Jobs a Apple habría alumbrado una espléndida decimoquinta miniatura histórica para el libro de Zweig. Para quien no haya leído la citada obra, digamos que el escritor austríaco trató de reseñar en ella esos hechos decisivos para el avance de la humanidad que ningunea la Historia oficial. Muchas veces por falta de información.

A James Dean le bastó un año para levantar una leyenda del Hollywood de todos los tiempos. A lo largo de 1955, Dean atravesó tres largos como una estrella fugaz. Al Este del Edén, de Kazan; Rebelde sin causa de Ray y Gigante de George Stevens. Venía de hacer unos cuantos anuncios y de asomarse tímidamente en películas oscuras de Curtiz, Sirk y Fuller.

Inspirada en hechos reales, con precedentes ilustres que por un lado nos llevaría al Truffaut de El pequeño salvaje (1969) y por otro a El milagro de Anna Sullivan (1962) de Arthur Penn, dos referentes de notable peso específico, Jean-Pierre Améris se sumerge en el relato del extraordinario esfuerzo de una monja empeñada en rescatar de su aislamiento a una niña sorda y ciega condenada a priori a vivir en un mundo de soledad.

Una de las obras más inolvidables de Pasolini fue La Pasión según San Mateo. En ella la figura de Cristo y el contenido de su discurso se elevaba, con un tratamiento desnudo de manierismos, como una exigencia de reacción en una Italia traicionada por todos. Pasolini, el poeta y director, el intelectual provocador, resultaba tan insoportable para el Vaticano como inadecuado para la izquierda ortodoxa.

Para El francotirador y probablemente para Clint Eastwood, su director, el sistema de valores se concreta en una percepción maniquea del mundo. Según ésta, la condición humana se divide en tres tipos: las ovejas, los lobos y los perros. Los malos, o sea los lobos, devoran a las ovejas que, indefensas, no saben o no pueden hacerles frente.

Bennett Miller, en cuanto director, se mueve en el terreno de juego del relato cinematográfico en una franja diametralmente opuesta a la que ocupan gentes como Quentin Tarantino. Sus historias se gestan en la periferia, crecen en la elipsis y fían su suerte a lo apenas entrevisto. En lugar de buscar su juego en los espacios libres de la ficción, Miller se enreda en el campo de minas de lo real; en vez de mover títeres fabricados al servicio del argumento, se abisma en biografías pantanosas, con reflejos históricos y sombras de inconveniencia que maniatan su capacidad de movimiento.

Aquí había un gran tema y con él y para él se había escrito un guión poderoso. Hace tres años que se hablaba de él como de algo notable. Ciertamente estamos ante un territorio en cuya cúspide, reina un personaje complejo y singular: Alan Turing; un matemático superdotado, un criptoanalista brillante y uno de los padres fundacionales de la informática. Y también, una mente prodigiosa asfixiada por los prejuicios de su tiempo.

Evitaré la innecesaria referencia a la dimensión de actriz-estrella de la mujer responsable de este filme, Angelina Jolie. No viene a cuento. Construida a partir del relato de un personaje que evitó echarse a perder en su juventud gracias al atletismo, protagonista de una proeza en los juegos olímpicos de la Alemania nazi y superviviente de un infierno en la segunda guerra mundial, Invencible ofrece una especie de tres en uno.

Hubo un tiempo en el que la presencia de Tim Burton al frente de un proyecto era garantía de heterodoxia, de riesgo, de originalidad. Eran años de inventiva y mordacidad. Daba igual el género que la historia, Burton se las ingeniaba siempre para imprimir un sello singular y reconocible. En sus manos, un cuento tradicional como Sleepy Hollow; una apropiación más o menos impostada de un icono como el monstruo de Frankenstein, Eduardo Manostijeras; o un biopic maquillado como un ensayo sobre la genialidad y/o la locura, Ed Wood, daban lugar a filmes inolvidables, rebosantes de ideas propias, vibrantes y arrebatados.