La comparación tiene miga y está cargada con sentido. Concebir el McDonald como la nueva iglesia americana, es decir, como el templo al que cada fin de semana acude la familia para celebrar unida su ocio sin que se vea excesivamente perjudicada su cartera, tiene gracia y bucea en la paradójica naturaleza del ADN norteamericano.

El cine de Pablo Larrain siempre incomoda, siempre acaba escociendo. Por más que se escriba que 2016 ha sido su año -(ha estrenado dos películas, Neruda y Jackie y en EE.UU. se presentó también su filme anterior, El club)-, Larrain dista mucho de asemejarse al fabricante de tragaóscares, el mexicano González Iñárritu. Tal vez para un yanqui miope, la latinidad de Larrain lo emparente con Iñárritu, pero ciertamente la acidez de los textos de este chileno de familia bien y de cine virulento, alcanza extremos al alcance de muy pocos.

l editor de libros, anodina traducción de Genius, se construye con evidente voracidad de estilo. Una ambición que nace de cruzar tres naturalezas narrativas de difícil articulación. Su realizador, Michael Grandage, proviene de la escena teatral. Su contexto argumental gira en torno al mundo de la literatura.

Stéphanie Di Giusto, fotógrafa y autora de videoclips, se ha movido con solvencia por la escena musical y por los espacios museísticos. Y, probablemente, fue en un museo donde se encontró con la figura de Loïe Fuller, una bailarina de biografía olvidada cuyos movimientos embelesaron a buen parte de la vanguardia artística del París de comienzos del siglo XX.

Emily Dickinson nació y murió en Massachusetts. Vivió 55 años, casi siempre confinada en el interior de su casa. Buena parte de ellos, los últimos, apenas abandonaba su habitación. Y allí escribía. Sin aliento, sin pausa, sin lectores. Sólo una pequeña parte de su obra fue publicada. Corregida y traicionada por su editor; mientras vivió, (1830-1886), nadie, salvo su cuñada y su hermana, tuvieron acceso a esa descomunal tarea literaria que ahora, la consolida como una de las grandes voces poéticas del XIX. Un siglo con descomunales creadores, un tiempo en el que ser mujer estaba penalizado y ante el que Emily Dickinson se alzó sigilosamente como una mártir.

Como en El cartero siempre llama dos veces, dos veces le ha ocurrido a Stephen Frears lo mismo. En 1988 filmó Las amistades peligrosas, una pieza emblemática de su tiempo. Pocos meses después, Milos Forman presentaba Valmont. Ambas contaban lo mismo, solo que de manera muy diferente. Ambas habían sido inspiradas por el texto de Choderlos de Laclos.

Edward Zwick se mueve con autoridad en el Hollywood del lujo y el Oscar. Nunca será un gran cineasta pero resulta solvente en su oficio. En realidad es un Spielberg de baja gama que, en consecuencia, siempre formaliza bien sus productos amparado en una calculada estrategia de cartera amplia y escaso riesgo. Entre sus títulos cabe citar Leyendas De Pasión (1994); El Último Samurái (2003); Diamante De Sangre (2006) y Resistencia (2008).

Stephen Frears se emplea con(tra) Lance Armstrong con el mismo ímpetu maquinal y distante con el que en sus comienzos cargaba contra Margaret Thatcher. En su prosa cinematográfica no hay piedad ni simpatía. Tampoco pasión; la venganza se sirve fría. Y en este caso, como en el de la primer ministro británica, no es el sujeto lo que le importa sino los efectos colaterales que su hacer representan. De hecho, Frears le niega a Armstrong incluso el honor de titular con su nombre su película.

Eddie, el águila apenas tiene fisuras. Solvente y bien barnizada, se agarra con uñas y dientes a una gran estrella actoral, Hugh Jackman. Sin embargo, con ser el suyo un personaje decisivo, Jackman no es el protagonista. Eso ya resulta paradójico. El caso es que esta producción británico-germano-USA de rango medio, según el baremo yanqui, desgrana una historia de superación, una fábula inspirada en hechos reales de esos que ponen la piel de gallina a los adictos al lloriqueo.

Este año, Hollywood, en un claro gesto de regresión y falta de sensibilidad, ha vuelto a sus orígenes de dominio endogámico blanco. Ningún profesional de piel negra podrá aspirar al Oscar. A desconsideración tan lamentable ha respondido buena parte de los profesionales negros diciendo que este año no irán a una fiesta que les ningunea. Entre los muchos y notables actores que podrían haber sido nominados, hay dos muy significativos. Uno, Samuel L. Jackson, alma y fundamento del filme de Tarantino, Los odiosos ocho.