En 1988 Almodóvar consiguió el milagro de sumar públicos antagónicos al filmar “Mujeres al borde de un ataque de nervios”. En la cartografía curricular de Pedro Almodóvar, llena siempre de altas ambiciones y de irreprimibles narcisismos, aquella película supuso una suerte de amalgama de sus principales rasgos estilísticos.
“Bel canto” ofrece tan buenas intenciones como malas decisiones. Pero más allá de su contenido concreto, en una primera mirada merece la pena cruzarla con la considerada por Hollywood mejor película USA de este año. Porque, curiosamente, “Bel canto” coincide con “Green Book” en los orígenes de sus realizadores. Paul Weitz, como Peter Farrelly, comenzó en el cine codirigiendo con su hermano.
En “Déjame salir”, un debutante director de origen afroamericano utilizaba el terror para denunciar el racismo. Se servía de la metáfora para desnudar la realidad. Aquel filme estimable titubeaba en su recta final. Jordan Peele, esa era la sensación, tras recrear el texto original del autor de “La semilla del diablo”, después de cuestionar la nobleza de la familia americana, dejaba entrar una cierta esperanza en la América que se disponía a soportar a Donald Trump.
La película arranca sobre el primer plano de dos sombreros bombín colgados en un perchero. Conforme el encuadre se abre y se ensancha el campo de visión veremos, hablando, a sus dueños; los protagonistas que dan título al filme: Stan Laurel y Oliver Hardy. Estamos, un rótulo así lo indica, en 1937, en unos estudios cinematográficos. La conversación entre Stan y Oliver se ejecuta entre dos espejos colocados de manera estratégica.
Cuando este filme de Felix Van Groeningen desembarcó en el Zinemadia de 2018, se escuchaban voces que cuchicheaban la lujuria de Oscar que acompañaba a este melodrama extremo. En él trabaja el actor de moda, Timothée Chalamet, un engreído profesional aplaudido por su estar y pasar en “Call Me by Your Name” de Luca Guadagnino.
“Margolaria” se levanta con el pie incorrecto y por el lado malo. Si fuera una partida de ajedrez se diría que se deja comer la reina, dos torres y un caballo en los primeros movimientos. Es decir, que se coloca en una situación condenada a un jaque mate inmediato.
Aunque la película se titule “Maya”, desde el minuto uno se pone de lado de Gabriel. Él es el hilo conductor de un filme que se abre con las heridas de su cuerpo visibilizadas en el momento del despertar. En la acción de darse una ducha, la cámara de Mia Hansen se recrea de manera nada sutil en esa cicatriz física que no es sino el eco visible de un desgarro interior. Ese gesto, reiteradamente perceptible, evidencia el nivel irregular -para lo bueno y para lo malo- de un filme apasionante en algunas situaciones, errático y ensimismado en otras.
Dentro de un tiempo, cuando se analice el cine comercial de estos años, habrá un capítulo especial para acotar lo que la factoría Marvel representa. A estas alturas, tras dar vueltas como una peonza, con la mirada puesta en alumbrar a la madre de todas las películas, esa batalla final que se anuncia, la decepción se huele a distancia. La fórmula no es que se repita es que se agota y nos agota.
Conforme la casa se vacía, conforme se van vendiendo los últimos enseres de la vivienda habitada por “las herederas”, la mirada de Chela (Ana Brun), una de las dos protagonistas, se inquieta, se amplía, se rebela y, finalmente, se libera. Ganadora del Oso de Plata en la penúltima edición del festival de Berlín, este filme significa el debú en la dirección de largometrajes de Marcelo Martinessi (Asunción, 1973). Para llegar hasta aquí, el director paraguayo mostró su músculo cinematográfico en cuatro cortometrajes multipremiados que le abrieron las puertas a lo que, bajo bandera paraguaya, encierra una coproducción con países como Francia y Alemania.
A Koldo Serra le sobra oficio y él regala cinefilia. Esa podría ser la principal conclusión tras ver el resultado de “70 Binladens”, un extraño thriller que apenas cambia de escenario y que parece reiterar un modelo de producción “made in Alex de la Iglesia”.