Aunque la película se titule “Maya”, desde el minuto uno se pone de lado de Gabriel. Él es el hilo conductor de un filme que se abre con las heridas de su cuerpo visibilizadas en el momento del despertar. En la acción de darse una ducha, la cámara de Mia Hansen se recrea de manera nada sutil en esa cicatriz física que no es sino el eco visible de un desgarro interior. Ese gesto, reiteradamente perceptible, evidencia el nivel irregular -para lo bueno y para lo malo- de un filme apasionante en algunas situaciones, errático y ensimismado en otras.
Dentro de un tiempo, cuando se analice el cine comercial de estos años, habrá un capítulo especial para acotar lo que la factoría Marvel representa. A estas alturas, tras dar vueltas como una peonza, con la mirada puesta en alumbrar a la madre de todas las películas, esa batalla final que se anuncia, la decepción se huele a distancia. La fórmula no es que se repita es que se agota y nos agota.
Conforme la casa se vacía, conforme se van vendiendo los últimos enseres de la vivienda habitada por “las herederas”, la mirada de Chela (Ana Brun), una de las dos protagonistas, se inquieta, se amplía, se rebela y, finalmente, se libera. Ganadora del Oso de Plata en la penúltima edición del festival de Berlín, este filme significa el debú en la dirección de largometrajes de Marcelo Martinessi (Asunción, 1973). Para llegar hasta aquí, el director paraguayo mostró su músculo cinematográfico en cuatro cortometrajes multipremiados que le abrieron las puertas a lo que, bajo bandera paraguaya, encierra una coproducción con países como Francia y Alemania.