Con tono e intención diferentes al de este filme, hace casi veinte años, Bertrand Tavernier se adentraba con Capitán Conan (1996), en la cara oscura de la “gloria” bélica. Ambientada en la primera guerra mundial, el filme de Tavernier se ocupaba de los perros rabiosos de la guerra, de los soldados más sanguinarios. Máquinas de matar, héroes a imitar, asesinos sin culpa. Son valiosísimos en tiempo de muerte pero se vuelven ingobernables en tiempos de paz.
Naomi Kawase llegó al cine desenterrando sus raices familiares. En sus primeros documentos fílmicos, Naomi se preguntaba por el fantasma de un padre yakuza en paradero desconocido y pasado bajo sospecha. Su cine hacía astillas de su autobiografía y barnizaba de realidad una mezcla indefinida. Fotógrafa de formación, el cine de Kawase, siempre anclado en una mirada a un presente hecho de gente corriente, mezcla géneros y recursos.
Al comienzo del filme, en la capital de Mexico, en el corazón del DF, en plena celebración del día de los muertos, 007, el agente con licencia para matar, aparece disfrazado de esqueleto como un trasunto de la muerte. La secuencia, pura coreografía, lujo de producción y con una ejecución precisa, abre un relato que crece sobre un equilibrio a dos bandas. De un lado, el arquetipo 23 veces establecido del personaje creado por Ian Fleming.