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¿Por qué se acusa de feminazi al neopunk anfetamínico?
Título Original: MAD MAX: FURY ROAD Dirección: George Miller Guión: Nick Lathouris, Brendan McCarthy y George Miller Intérpretes: Tom Hardy, Charlize Theron, Nicholas Hoult y Hugh Keays-Byrne País: EE:UU. 2015 Duración: 120 minutos ESTRENO: Mayo 2015
Cuando en la recta final, en ese momento en el que el nudo comienza a des(a)nudarse, una de las walkirias juguetea con una pequeña caja de música, el público avezado (pre)siente, como hace el hierático Max–Tom Hardy, una sensación de déjà vu premonitoria y enigmática. Brilla fuera de la pantalla un relámpago de autoconsciencia que articula el pretérito, lo que ya sabíamos, con el por/venir. Se trata de una señal, un grito, una declaración de autoría.
Esas walkirias, beldades de inspiración mitológica, representan el McGuffin de la cuarta entrega de la saga creada por George Miller. Ellas son el núcleo hegemónico, la causa y la consecuencia de la ininterrumpida huida que escenifica Mad Max: Furia en la carretera. Una entrega que es tan notable como lo fue la segunda; tan fresca como la primera; y que sabe evitar todos los signos de decadencia y autocomplacencia que corroyeron a la tercera. Sin rodeos: estamos ante la sublimación del cine de Miller, un narrador consagrado a la aventura y la acción que tiene como faro a John Ford y como libro de citas sus propias andanzas. Estamos ante el mejor Mad Max; tan rotundo que a nadie le importa que Mel Gibson no aparezca. No hace falta. Theron lo borra con su presencia y confiere al Max de Hardy una nueva naturaleza.
Concebida como una carrera frenética, una road movie neopunk y un western en caída libre, el septuagenario Miller cierra (de momento) una historia que comenzó en 1979. Un poco después de que los Sex Pistols zarandeasen a la reina de Inglaterra y el mismo año que en Barcelona un grupo de jóvenes airados hacía su propia transición política bajo el nombre de La Fura dels Baus.
Es en ese barbecho, forjado en el tiempo en el que se borraba los restos de los pacifistas derrotados en Vietnam, el mismo tiempo que sonreía engañosamente a los nietos de la guerra civil española, donde creció Miller. El denominador común de todos ellos parece obvio: la llamada contracultura, mezcla de rock, cómic y rabia. Tres pilares para dejar de hablar y en su lugar representar coreografías de desencanto y furia. Han pasado siete lustros y Miller no renuncia a su ideario. Max vuelve al escenario apocalíptico de quienes saben que, de no cambiar, No Future es el destino que nos aguarda.
Esas walkirias, beldades de inspiración mitológica, representan el McGuffin de la cuarta entrega de la saga creada por George Miller. Ellas son el núcleo hegemónico, la causa y la consecuencia de la ininterrumpida huida que escenifica Mad Max: Furia en la carretera. Una entrega que es tan notable como lo fue la segunda; tan fresca como la primera; y que sabe evitar todos los signos de decadencia y autocomplacencia que corroyeron a la tercera. Sin rodeos: estamos ante la sublimación del cine de Miller, un narrador consagrado a la aventura y la acción que tiene como faro a John Ford y como libro de citas sus propias andanzas. Estamos ante el mejor Mad Max; tan rotundo que a nadie le importa que Mel Gibson no aparezca. No hace falta. Theron lo borra con su presencia y confiere al Max de Hardy una nueva naturaleza.
Concebida como una carrera frenética, una road movie neopunk y un western en caída libre, el septuagenario Miller cierra (de momento) una historia que comenzó en 1979. Un poco después de que los Sex Pistols zarandeasen a la reina de Inglaterra y el mismo año que en Barcelona un grupo de jóvenes airados hacía su propia transición política bajo el nombre de La Fura dels Baus.
Es en ese barbecho, forjado en el tiempo en el que se borraba los restos de los pacifistas derrotados en Vietnam, el mismo tiempo que sonreía engañosamente a los nietos de la guerra civil española, donde creció Miller. El denominador común de todos ellos parece obvio: la llamada contracultura, mezcla de rock, cómic y rabia. Tres pilares para dejar de hablar y en su lugar representar coreografías de desencanto y furia. Han pasado siete lustros y Miller no renuncia a su ideario. Max vuelve al escenario apocalíptico de quienes saben que, de no cambiar, No Future es el destino que nos aguarda.
En apenas unos días, Mad Max ha levantado polémicas y debates. Algunos despistados hablan de filomachismo; otros, más avisados pero con menos gracia, le acusan de feminazi. ¿Por qué molesta tanto un filme aparentemente inocuo, sin adornos retóricos y casi sin palabras? Porque Miller ha creado un artefacto poliédrico y complejo, un viaje de ida y vuelta cerrado sobre sí mismo como una esfera perfecta. Y lo hace con buenos referentes, con hallazgos visuales potentes (ahí sintoniza con la Fura) y con máquinas de ensueño. Solo Miller puede sentar en el mismo vehículo cinematográfico al autor de La diligencia con el delirante Terry Gilliam. Solo Miller da sentido al vacío argumental de Fast & Furious y puede reinventar las pesadillas del Murnau silente. Hay mucha cinefilia de culto y oculta, mucha antropología simbólica y mucha energía en una fábula terrible que habla de un mundo agonizante donde el macho gruñe en una tierra sedienta de agua y gasolina. Miller crea una danza llena de sutiles interrogantes extraídos de los restos fundantes de la cultura occidental. Y lo hace con la insolencia de transformar la María de Metrópolis en una Imperator Furiosa, y convierte a su propio hijo, Mad Max, en una nueva versión de Johnny Guitar en la carretera.