Bennett Miller, en cuanto director, se mueve en el terreno de juego del relato cinematográfico en una franja diametralmente opuesta a la que ocupan gentes como Quentin Tarantino. Sus historias se gestan en la periferia, crecen en la elipsis y fían su suerte a lo apenas entrevisto. En lugar de buscar su juego en los espacios libres de la ficción, Miller se enreda en el campo de minas de lo real; en vez de mover títeres fabricados al servicio del argumento, se abisma en biografías pantanosas, con reflejos históricos y sombras de inconveniencia que maniatan su capacidad de movimiento.
La opción estética asumida por Abderrahmane Sissako, una suerte de responso sin lágrimas, un maridaje entre el horror y la inocencia, provoca extrañamiento y desemboca en respuestas extremas. Si se admite, si se participa de ese sudario lírico que retrata la furia homicida del fundamentalismo yihadista sin subrayados, sin acusaciones directas ni veredicto expreso; y se hace a través de una coreografía de belleza trémula en medio de tanta tragedia, la simpatía y la admiración hacia Timbuktu se impone.
Como un puzzle al que le han sustraído algunas piezas, como un tebeo al que le faltan páginas, así se comporta El destino de Júpiter, el último delirio de la pareja de cineastas más delirante de nuestro tiempo: los hermanos Wachowski. Lo fácil, lo obvio, nos conduce a descalificar completamente este filme contrahecho que gira en torno a una tierna historia de amor en un futuro cosido con fragmentos provenientes de cientos de referentes.