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La pesadilla americana
Título Original: THE IMMIGRANT Dirección: James Gray Guión: James Gray y Richard Menello Intérpretes: Marion Cotillard, Joaquin Phoenix, Jeremy Renner, Dagmara Dominczyk , Angela Sarafyan y Jicky Schnee Nacionalidad: EE.UU. 2013 Duración: 120 minutos ESTRENO: Julio 2014
El último plano contiene dos imágenes. Con sutil maestría y solemnidad, James Gray se inventa un díptico que entrelaza el enigma del espejo con la naturaleza de la ventana. Es su manera de sublimar y culminar este filme operístico, pura tragedia fatal, sobre el sueño americano. Será responsabilidad del público entender si ambas imágenes, una hacia afuera, otra interior, son o no son rúbrica de idéntica derrota. Hasta llegar a ese plano de singular belleza, de bordes borrosos y de ambigüedad manifiesta, pasan 120 minutos minutos preñados de alegorías. En su apertura, como una imagen robada, como un oráculo solemne, todo se inaugura con la presencia de la Estatua de la Libertad vista de espaldas. Quien la mira, y con cuyos ojos el espectador la percibe, es Ewa, la protagonista de esta cinta que a veces parece un drama de cámara y otras, un guiñol delirante.
En ese instante, como un reflejo triste del Chaplin que creó a Charlot, esa mujer emigrante, llega a la isla de Ellis. Por fin su mirada alcanza a ver ese monumento que emblematiza todo aquello que no ha podido conservar en su tierra de origen. Lo que todavía no sabe es la macabra broma que el destino le tiene previsto: ella representará a esa Estatua obligada a abrirse de piernas. Tampoco entonces conoce el espectador que Ewa ya ha sabido de la maldad de los hombres, de la humillación y de la hipocresía. Sufre en cuanto inmigrante y se ve humillada en cuanto mujer. Y James Gray, el inclasificable cineasta autor de la memorable La noche es nuestra y de la rotunda Two lovers, vuelve allí donde mejor se defiende, al pantano de la culpa y la incertidumbre, al espacio de la asfixia familiar y el deber, al minado campo de la condición humana.
Gray desgrana un contenido y complejo proceso consistente en edificar esta historia sobre una dialéctica contrahecha. Todo, como ese plano final, se sabe dual. Ewa es una mujer fuerte, de voluntad férrea; su hermana en cambio, se muestra frágil, enferma, perdida. En el periplo por la pesadilla neoyorquina, Ewa conocerá dos hombres, uno, oscuro, regenta un teatrillo, una tapadera para encubrir su verdadero oficio: proxeneta. El otro es un mago, un trasunto de Houdini que puede levitar, un escapista al que ni ataúdes ni camisas de fuerza logran parar, pero que no sabe a dónde va. Ewa se ve atrapada entre esos dos ángeles. Ewa se sabe encadenada porque su hermana no ha podido salir de Ellis a causa de su tuberculosis y necesita dinero para corromper a los guardianes de la tierra prometida.
Con ese material, Gray se reitera en las señas de identidad que jalonan su cine personal. Perteneciente a una estirpe de narradores ajenos a su tiempo, su lugar está cerca del que ocupan autores como Terrence Malick y Terence Davis. Y, por lo tanto, como acontece con ellos, sus filmes asfixian e incomodan. Con ecos clásicos, con barnices transcendentales, con posos bíblicos y con angustias existenciales, El sueño de Ellis hurga en el núcleo duro de la podredumbre del llamado país de las libertades. Policías vendidos, ciudadanos hipócritas, espectadores lujuriosos y mujeres prostituidas, pueblan la Nueva York de 1920 que convoca Gray. Así es la tierra de la gran promesa a la que desgraciadas, las víctimas de una Europa en llamas, desembocan para alimentar su mito, para servir a su voracidad.
En ese instante, como un reflejo triste del Chaplin que creó a Charlot, esa mujer emigrante, llega a la isla de Ellis. Por fin su mirada alcanza a ver ese monumento que emblematiza todo aquello que no ha podido conservar en su tierra de origen. Lo que todavía no sabe es la macabra broma que el destino le tiene previsto: ella representará a esa Estatua obligada a abrirse de piernas. Tampoco entonces conoce el espectador que Ewa ya ha sabido de la maldad de los hombres, de la humillación y de la hipocresía. Sufre en cuanto inmigrante y se ve humillada en cuanto mujer. Y James Gray, el inclasificable cineasta autor de la memorable La noche es nuestra y de la rotunda Two lovers, vuelve allí donde mejor se defiende, al pantano de la culpa y la incertidumbre, al espacio de la asfixia familiar y el deber, al minado campo de la condición humana.
Gray desgrana un contenido y complejo proceso consistente en edificar esta historia sobre una dialéctica contrahecha. Todo, como ese plano final, se sabe dual. Ewa es una mujer fuerte, de voluntad férrea; su hermana en cambio, se muestra frágil, enferma, perdida. En el periplo por la pesadilla neoyorquina, Ewa conocerá dos hombres, uno, oscuro, regenta un teatrillo, una tapadera para encubrir su verdadero oficio: proxeneta. El otro es un mago, un trasunto de Houdini que puede levitar, un escapista al que ni ataúdes ni camisas de fuerza logran parar, pero que no sabe a dónde va. Ewa se ve atrapada entre esos dos ángeles. Ewa se sabe encadenada porque su hermana no ha podido salir de Ellis a causa de su tuberculosis y necesita dinero para corromper a los guardianes de la tierra prometida.
Con ese material, Gray se reitera en las señas de identidad que jalonan su cine personal. Perteneciente a una estirpe de narradores ajenos a su tiempo, su lugar está cerca del que ocupan autores como Terrence Malick y Terence Davis. Y, por lo tanto, como acontece con ellos, sus filmes asfixian e incomodan. Con ecos clásicos, con barnices transcendentales, con posos bíblicos y con angustias existenciales, El sueño de Ellis hurga en el núcleo duro de la podredumbre del llamado país de las libertades. Policías vendidos, ciudadanos hipócritas, espectadores lujuriosos y mujeres prostituidas, pueblan la Nueva York de 1920 que convoca Gray. Así es la tierra de la gran promesa a la que desgraciadas, las víctimas de una Europa en llamas, desembocan para alimentar su mito, para servir a su voracidad.